Los soberanistas catalanes parece que aprendieron la lección
y, con pasos y provocaciones calculados, no quieren que su “destino”, una nueva
relación con el Estado y que resumen en ese supuesto “derecho a decidir”, se
decida, precisamente, en las Cortes españolas, donde recibirían la misma
respuesta que ya obtuvo el expresidente vasco. En un alarde de “ingeniería
política” –tan irregular, imaginativa y tramposa como la financiera-, y tras
varias diadas de mentalización
popular para sumar adeptos, emprenden una serie de iniciativas que aparentan
actuar desde la legalidad para incumplir lo que compendia la legalidad –la Constitución- y
adoptar acuerdos antidemocráticos en nombre de una democracia a la que
subvierten. Con algo menos del 48 por ciento de los votos conseguidos en las
últimas elecciones autonómicas, lo que les confiere una mayoría exigua en el
Parlamento catalán, los soberanistas del Junts
pel Sí -una amalgama formada por dos partidos opuestos, Convergencia Democrática
de Cataluña y Esquerra Republicana-, apoyados por los antisistema de la CUP (Candidatura de Unidad
Popular), aprueban una resolución con la que iniciar los trámites, sin
negociación ni acuerdo con el Estado, que conduzcan a la secesión y declarar
unilateralmente, de este modo, la
República independiente de Cataluña. Todo un disparate legal,
sin viabilidad en el contexto europeo e internacional ni en la configuración
territorial nacional, pero coherente, en parte, con los deseos emocionales de
la mitad de la población de aquella Comunidad.
Tras cerca de cuarenta años conviviendo pacífica y
democráticamente en un Estado de las Autonomías, creado expresamente para dar
respuesta a las exigencias de esos nacionalismos periféricos, el problema
continúa vigente y, por lo que se refiere a Cataluña, mucho más radicalizado y
repitiendo acciones –como la de Lluis Companys en 1934- que acabaron en un
rotundo fracaso y con consecuencias lamentables (cárcel y muertos). En
cualquier caso, se trata de un problema político que el Gobierno no ha sabido o
querido abordar más que con la confrontación inmovilista e intransigente, manteniéndose
reacio a cambiar ni una coma en lo que concierne a Cataluña cuando lo consiente
para otras comunidades. Desde mucho antes de zancadillear la frustrada reforma
del Estatuto, promovida por el anterior Gobierno socialista, que hubiera
satisfecho las aspiraciones identitarias del nacionalismo catalán, el partido conservador
hoy en el poder, el Partido Popular, hizo de su enfrentamiento con Cataluña una
estrategia electoral que lo llevó a diseñar una campaña publicitaria contra el
consumo de productos catalanes que no sólo fomentó el “odio” al catalán, sino que
generó también el “odio” a lo español desde Cataluña.
La brecha de este desencuentro se agranda, encima, con una
cierta sensación de agravio al percibir que, desde el Gobierno central, no se acaban
de transferir todas las competencias que podrían administrar las Comunidades
Autónomas ni se actualizan los recursos pertinentes para su desarrollo, según
criterios y necesidades de éstas. Antes al contrario, el Ejecutivo de Mariano
Rajoy hace lo imposible por “homogeneizar” el mapa competencial autonómico,
recentralizando o controlando desde Madrid muchas materias que pertenecen al
ámbito competencial de los gobiernos autonómicos, con el pretexto de defender
la “unidad de España”. De esta manera, la política educativa, la sanitaria, la
de medicamentos, la fiscal, hasta la de transportes o la “policial” constituyen
caballos de batalla en los enfrentamientos que las autonomías mantienen con el
Gobierno central, siendo el más importante y recurrente de ellos el del modelo
de financiación autonómico, siempre supeditado al control de Hacienda y a la
agenda coyuntural del Gobierno (que lo utiliza como arma de negociación), como
esa imposición de “ajustar” el déficit a costa de rebajar servicios públicos y
dejar sin recursos, por ejemplo, la
Ley de Dependencia que aplican en gran medida los gobiernos
regionales.
Cataluña, como el País Vasco y Galicia, tienen particularismos
y singularidades propios, como la lengua, algunas tradiciones y ciertas
percepciones de su lugar en el mundo –y en España-, que han sido reconocidos y
amparados por la
Constitución al configurar el actual Estado de las
Autonomías, en muchos aspectos mucho más descentralizado que los auténticamente
federales. No obstante, falta por aclarar y completar el techo competencial de
los gobiernos autonómicos y delimitar las competencias exclusivas que conservaría
el Gobierno central, además de elaborar las leyes orgánicas que han de
desarrollarlas. También queda por evitar que, casi en cada legislatura, se
modifique el modelo de financiación en función de la conveniencia del Ejecutivo
central, lo que conlleva una respuesta arbitraria a las demandas de recursos de
las Comunidades. Todo ello alimenta las inagotables exigencias centrífugas de
mayor autogobierno por parte de las Autonomías y la reacción centrípeta del
Gobierno central, dando lugar a un enconamiento de las relaciones políticas e
institucionales entre los nacionalismos periféricos y el español, que alcanza
su máxima gravedad con los intentos de ruptura que se producen en la actualidad
entre Cataluña y España.
Esta “guerra” de nacionalismos, ocupados en defender sus respectivas particularidades en contra del interés general, se olvida que están condenados a cohabitar en un país plural en el que caben todas las singularidades, sin que ello implique privilegios sobre los demás, y que han de contribuir a mantener la cohesión social, no la división y la fractura de la sociedad. Cegados por el enfrentamiento, estos nacionalismos no exploran las salidas existentes para resolver, mediante la negociación y el diálogo, la actual situación crítica, en el marco del respeto a la legalidad y preservando las mutuas diferencias. No hay razones, en un Estado social y democrático de Derecho que reconoce y ampara las distintas sensibilidades de las autonomías y regiones, para la ruptura traumática y la violación de la ley, máxime cuando la misma Constitución y los Estatutos contemplan los procedimientos legales para su reforma y modificación, pudiendo acordarse una estructura federal del Estado, sin necesidad de partirlo ni segregarlo. Todo es posible con voluntad de diálogo y lealtad a las instituciones y al orden constitucional. Pero nada es posible desde la intransigencia y el desacato a la legalidad. Tanto aquí como en Japón, Australia o Estados Unidos. También en Cataluña, donde sólo resta el sentido común y la sensatez.
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