Teme el purpurado príncipe de
Monseñor Cañizares se ha dejado llevar por su ideología, que
comparte con la del ministro, en vez de por sus creencias, al olvidar aquellas
obras de misericordia, que tanto habrá exhortado desde los púlpitos, de dar de
comer al hambriento, de beber al sediento o dar posada al peregrino, etc., cuando
ha aconsejado desconfiar y expulsar a los inmigrantes que hoy piden comer,
beber y refugio en la cristiana Europa y, concretamente, en España, tierra de
María santísima. Su fe, tan conservadora ella, lo ilumina para instar el cierre
de fronteras y negar, no sólo el derecho a la vida y la dignidad de todo ser
humano, sino también la paliativa caridad con la que se compensa a los que
piden justicia y esperanza.
El cardenal valenciano parece haberse quedado anclado en los
tiempos del nacionalcatolicismo, cuando aquella Iglesia que él representa
bendecía a los vencedores de una guerra civil, contribuía con su silencio a la laminación
de los perdedores y paseaba bajo palio a un dictador asesino, pero que otorgó privilegios
y prebendas a la religión del régimen, facultándola a catequizar a los niños
desde la escuela, del mismo modo que en la actualidad se reintroduce la
asignatura obligatoria de religión en el currículo. Monseñor pertenece a esa
Iglesia nacional que teme, en su falta de convicción, verse arrinconada por
otras culturas, otras religiones, otras gentes, a las que niega lo que predica:
el amor al prójimo.
En su desvarío, el arzobispo de Valencia no parece
percatarse de contradecir las recomendaciones de su propio “jefe” espiritual y
orgánico, el papa de Roma, que pedía predicar con el ejemplo y, ante la
magnitud de la presión migratoria, que cada parroquia acogiese a una familia de
inmigrantes. Acoger a los perseguidos, por mucho que lo digan las Escrituras o
el Vaticano, no le parece conveniente a monseñor, no vaya ser que se infiltre
un infiel en Europa. Prefiere centenares de miles de refugiados sin socorrer a que
se cuele un presunto yihadista entre ellos. Y, aunque ha matizado sus palabras por
el revuelo que han producido, monseñor Cañizares lo hace para quejarse de
sufrir un “linchamiento” por parte de quienes lo critican. Su ilustrísima
eminencia puede opinar de la inmigración (advirtiendo de su peligro), de la
pobreza en España (negando su magnitud), de la corrupción política (minusvalorándola
en comparación con el aborto), de la integridad nacional del país (para
criticar las ideas independentistas) y de cualquier tema mundano o celestial,
con razón o sin razón, pero los demás no pueden contradecirle o discrepar de él.
Entonces, se siente “linchado”.
No es capaz de entender el señor cardenal que, como persona,
puede mostrar su opinión libremente, como cualquier ciudadano, pero como
miembro de la Iglesia ,
máxime si es purpurado, sus manifestaciones al menos deberán guardar coherencia
con las normas, el pensamiento y la moral de la entidad que representa. Habrá
de ser algo más “católico” a la hora de enjuiciar los problemas que aquejan a la Humanidad , sin
parcelarla en nacionalismos que condicionan su supuesta “vocación” de servicio
y amor al prójimo “urbi et orbe”. Para escuchar opiniones como las suyas, ya
nos sobran políticos que se alinean con la manera de pensar del cardenal. Y es
que la caridad cristiana de monseñor, propia del Domund, es harto extendida
entre los “poderosos”, que no desean que nada cambie, menos aun la tutela
religiosa de la sociedad que lo considera a él príncipe de la Iglesia.
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