Foto. Elena Guerrero |
Todos estos sentimientos se agolpan en la garganta de unos
padres cuando asisten a las bodas de sus hijos. Y fue lo que pasó ayer,
precisamente. Acostumbrados en estos tiempos a que hijos sobreprotegidos decidan
regresar a casa de sus padres tras un breve período de convivencia en pareja,
abrumados por la responsabilidad, causa legítimo orgullo que una hija, al cabo
de unos años de vida en pareja, decida hacer el camino inverso de formalizar su
matrimonio, convencida de que su felicidad nace del amor que siente por su
marido y de las niñas fruto del mismo. Fue un acto de confirmación, con el
formalismo oficial, de una relación que subrayaba así la firme voluntad de
permanecer unida y fortalecerse. Una boda civil de hijos, ya convertidos en padres,
que asumen la responsabilidad de seguir compartiendo sus vidas, dando testimonio
a la sociedad de ese compromiso de amor. Pero saber lo que se hace no evita las
emociones. Y estas se agolparon en los contrayentes, sus familias y los amigos,
enlazando a todos con lágrimas de emoción y alegría. Es lo que
sucede en las bodas: por muy preparado que vayas, se te quiebra la voz. Que la
felicidad, como los atardeceres, siempre culmine cada día de vuestras vidas, hijos.
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