Hay etapas de la existencia que dan vértigo, no sabes controlarlas aunque hayas intentado prepararte con antelación, pues las vivencias que experimentas te zarandean emocionalmente como esos cacharritos de feria que giran a velocidades vertiginosas. Nunca te acostumbras a sentir lo que situaciones predecibles pueden provocarte, como el parto de una hija y el nacimiento de otro miembro inocente y vulnerable en la familia. Por muchos nietos
que tengas, recibir al último te vuelve a descontrolar los sentimientos de una
forma tan sorprendente como satisfactoria. Vuelves a ser testigo de un milagro
que no por repetido deja de ser único en cada ocasión. Y una íntima
satisfacción te embarga cuando acunas en tus brazos la mejor recompensa que
podría ofrecerte un hijo: esa felicidad que comparte contigo al sentir
lo que tú sentías cuando él nació y experimentaste el peso de la
responsabilidad de su vida. Un temor que se acrecienta cuando unas manitas minúsculas
confían en la seguridad temblorosa que tú les brindas al sujetarlas. Es la manita tierna de mi
cuarta nieta que nació ayer. Bienvenida sea.
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