El martes y miércoles últimos se celebró el tradicional debate sobre el estado de la nación, una especie de función teatral que se representa en el Congreso de los Diputados para que las primeras figuras de los grupos políticos que allí sientan sus posaderas exhiban sus triunfos y propuestas de cara a la televisión y las consiguientes reseñas periodísticas. Tras la puesta en escena y el cierre de la retransmisión, todos los actores vuelven a sus quehaceres: unos, a hacer que gobiernan, y otros, hacer que controlan al Gobierno. La obra en sí es malísima y no entretiene a nadie, ni siquiera a sus propios protagonistas, pues ni ellos mismos la creen verosímil ni coherente. Son, en su conjunto, pésimos actores que no aciertan en la caracterización de sus personajes y se limitan a leer un guion infumable, tan previsible como repetitivo. Sin embargo, la función se estrena cada año con la contumacia de un rito imprescindible para nuestra convivencia: nos hace sentir demócratas y vivir en una democracia sin parangón, por lo que tiene cierto público asegurado.
Este año, para sorpresa de algunos, se han producido algunas
anécdotas que han atraído una atención desmerecida y exagerada. Por un lado,
las previsiones apuntaban que sería la última representación de una obra basada
en el bipartidismo de los que se alternan en el poder. Ello ha despertado
cierta expectativa. Al parecer, nuevos personajes intervendrán en una trama que
se limitaba a dos grandes protagonistas que se acusan mutuamente de los males
que propinan a la población. A partir de las próximas elecciones generales, según
los sondeos, nadie asumirá un papel estelar en solitario, debiendo compartirlo
en coalición con otras figuras que se disputarán el favor del público. Y ese
aire de despedida se ha notado en la actuación de quienes, de alguna manera,
despiden la temporada con la incógnita de si los contratarán en el futuro. Se
han dejado llevar por la emoción y han sobreactuado.
El que hace que gobierna se ha empeñado en dibujar un país insólito
en el que nadie sufre, todos están contentos y las medidas gubernamentales han
sido acertadísimas para proporcionar una felicidad insuperable a la población.
Y el que hace que controla al que gobierna no ha dejado de trazar un panorama
de sufrimientos, de infortunios y de calamidades como consecuencia de las
torpezas y las equivocaciones de un Gobierno insensible e inútil. Uno a
desquiciado al otro, y el otro al uno, y ambos han recurrido al “tú más y peor”.
El resto del elenco se ha atenido al papel de comediantes que subrayan, desde
la caracterización que les corresponde, las visiones enfrentadas de los
protagonistas. Así, hay personajes que reiteran cual loros argumentos para finalizar
deseando salud y república, mientras otros insisten en lo ya dicho como causa
de todos los males en su feudo. Sólo un melifluo escudero se alinea con el que
manda y paga para defenderlo sin mucha convicción de este tropel de escépticos
pesimistas que se dejan llevar por una ceguera colectiva.
Por otra parte, todos participan de una representación que
tiene su puntito tragicómico. Causa sonrojo ver unos actores intentando
convencer al contrario de ser los verdaderos defensores de los servicios
públicos cuando entre unos y otros los han recortados y deteriorados hasta
prácticamente eliminarlos por inservibles. El que hace el papel de “bueno” y el
que le lleva la contraria como “malo” no se cansan de repetir que ambos se
baten por recuperar el pleno empleo como si los espectadores no supieran que,
unos antes y otros después, han reducido salarios, han congelado pensiones, han
favorecido el despido, han desprotegido al trabajador, han precarizado el
trabajo y han suprimido prestaciones cuando las cosas vienen mal dadas por todo
lo anterior. Si no fuera porque entran ganas de llorar, reirías con tamaña
ficción mal interpretada y peor representada de lo que pasa en este país. Porque
es trágico prometer empleo cuando has provocado 600.000 parados más, asegurar
bajar impuestos cuando has aumentado la mayoría de ellos, ayudar a los
trabajadores cuando sólo saneas exclusivamente a la banca, y no parar de tomar
medidas para controlar la deuda y contemplar impotente cómo ésta escala hasta
el 100 por ciento del producto interior bruto. Vender todas esas
contradicciones como un triunfo del que hace que gobierna se convierte en una
comedia bufa de tintes trágicos.
Especialmente trágico si quienes se encargan de representar
las alternativas se limitan a dar golpes de efecto, aparentemente contundentes
pero vanos, como de marionetas en las que se adivinan las manos y los hilos que
las manejan para divertimento del respetable. Trágico porque la obra no disipa
el temor que atenaza al público ni logra convencerlo de que unos y otros están interesados
en debatir lo que importa a los espectadores. Simple cruce de palabras para el
autobombo y los mutuos reproches, cuando el personal confiaba alguna solución a
sus problemas, para el agujero de la Seguridad Social
que pondrá en riesgo las pensiones en la próxima legislatura, para un empleo
que no alcanza a todos, para unos desahucios que siguen echando la gente a la
calle, para un empobrecimiento que se ceba en todos menos en las élites, para
los carentes de esperanza y hartos de promesas y teatro. El público, al final,
abandona la sala con la sensación de que lo han vuelto a engañar con la compra de
la entrada de una obra tan nefasta.
Una obra de teatro sobre el debate del estado de la nación
que exhibe su insoportable levedad con la imagen de una de sus protagonistas
entretenida jugando por internet sin importarle estar en plena representación
sobre el escenario, o cuando un secundario sufre un desvanecimiento justo en el
momento de salir a escena. Estas anécdotas serán las que recordará el
espectador de una obra vacía de contenido e interpretada por actores tan
mediocres que sólo transmiten vacuidad y aburrimiento. Hasta que vuelva a
representarse el año que viene.
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