Se dice hasta la saciedad que los ciudadanos muestran desafección por la política, pero sin embargo engrosan manifestaciones multitudinarias para exigir otra política que los convocantes aseguran es posible. Es un comportamiento extraño por cuanto parece obedecer antes a impulsos emocionales que críticos, a planteamientos ligeros o superficiales de problemas que pueden ser solventados con promesas que a todos nos gustaría fueran factibles. Ante la deuda del país, negarse a pagarla; ante la corrupción, expulsar a toda la clase política; ante la falta de recursos, un salario mínimo de mucha mayor cuantía; ante la falta de trabajo, el pleno empleo; ante los desahucios, viviendas para los que las ocupan; ante la falta de crédito, expropiación de bancos; ante cualquier problema, una solución fácil.
No dudo que muchos de los asuntos que hoy preocupan a los
españoles podrían abordarse de otra manera, con otro enfoque menos perjudicial
para la inmensa mayoría de los ciudadanos, aquellos que carecen de medios para
costearse sus necesidades. En vez de políticas restrictivas para contener el
gasto, medidas expansivas que favorezcan la actividad económica y el consumo. Son
políticas económicas que se aplican en función de la ideología del gobierno que
las implementa, convencido de conseguir con ellas el modelo de sociedad que
persigue. Ninguna es infalible y perfecta, pues todas tienen ventajas e
inconvenientes. Pero unas son más justas que otras, porque actúan sobre las
desigualdades existentes en la sociedad o dejando que cada cual resuelva sus problemas
como mejor pueda. No es lo mismo rebajar drásticamente los impuestos para dejar
que la iniciativa privada ofrezca respuesta a nuestras necesidades, que
mantener una política impositiva que financie los servicios básicos a la
población, precisamente al segmento que no podría contratar ninguna póliza
privada.
Los problemas que hoy afectan a España pueden ser abordados
desde otra óptica que tenga en cuenta, además de ayudar a las empresas,
garantizar al trabajador sus derechos laborales y la percepción de una
remuneración digna, de acuerdo a su cualificación, antigüedad y productividad
laboral. Asfixiar al segundo para permitir la viabilidad de la primera es,
dependiendo de la ideología del gobierno, la receta más conveniente, aunque
para otros podría ser la contraria. Europa, de la mano de gobiernos
neoliberales, piensa que la austeridad y los ajustes (recortes) son los
mecanismos necesarios para combatir la crisis que nos asola. Estados Unidos,
con un gobierno demócrata, se ha decantado por políticas anticíclicas y no ha
dudado en acudir en socorro de la economía con la palanca de la Reserva Federal (Banco
Central). Es cierto que ya comienza a vislumbrarse cierta recuperación en
Europa, pero no alcanza aún a los ciudadanos, fuertemente castigados con el
desmontaje del Estado de Bienestar. El paro es el signo más evidente y doloroso
de este tipo de medidas restrictivas. En EE.UU, en cambio, la creación de
empleo lleva meses escalando cotas que pronto podrían significar ese pleno
empleo que designan los economistas, y la actividad económica vuelve a liderar
el mercado mundial. Son ejemplos de que, frente a un mismo problema, pueden
darse diversas soluciones.
Pero, de ahí a ofrecer fórmulas mágicas que nos librarían de
todos los problemas, hay un trecho: el que separa la sensatez de la superchería,
lo racional de la fantasía. De espalda a la economía y a las reglas del mercado,
por mucho que nos pese, no hay viabilidad de ningún proyecto. No se puede
brindar cobertura sanitaria global y sin límites sin garantizar la financiación
del sistema; no se puede prometer educación gratuita hasta la Universidad sin pensar
en la sostenibilidad del sistema; no se pueden facilitar viviendas para todos
sin una regulación estricta de acceso a los posibles beneficiarios y sin buscar
financiación para su construcción y mantenimiento; no se puede elevar
considerablemente el salario mínimo de manera unilateral sin acuerdo previo con
los agentes sociales y económicos; no se puede apoyar al trabajador sin el
concurso de los empresarios, convenciéndolos de que así se potencia el negocio
al incidir en el consumo; no se puede incrementar la presión impositiva más allá
de límites que mantengan la equidad y la capacidad de ahorro.
No se trata de dar un pendulazo contra los pudientes para
favorecer a los indefensos, sino de ser ecuánimes en la contribución que todos,
ricos y pobres, han de aportar al proyecto de vida en común que se consigue en
nuestra sociedad. No es penalizando la riqueza ni bendiciendo la pobreza como
se solucionan los problemas, sino actuando sobre las condiciones y los
mecanismos que hacen que unos tengan más posibilidades que otros para su
desarrollo, realizar sus vidas y conseguir sus metas. Y para ello, la economía
es un medio, no un fin, dentro de los límites que permite la propia economía
para ser viable. Ni la austeridad a cualquier precio ni el dispendio irresponsable
son recetas racionales, sino el ser humano como medida, como centro de
cualquier objetivo, de cualquier finalidad. Un hospital podrá ser muy rentable,
a costa de no servir para atender a la gente que lo necesita, pero es un hospital inútil.
No se trata, pues, de conseguir sólo balances económicos saneados, de una
pulcritud contable envidiable, sino de dar respuesta a las necesidades de la
población, combatir las injusticias, actuar sobre lo que causa desigualdad y
permitir que cada persona consiga llevar a cabo sus propósitos y ayudarlo a
materializar sus esperanzas.
Por eso me fío poco de los seres providenciales que acuden espontáneamente a ofrecernos respuestas y prometernos la salvación. Me fío poco de los movimientos de masas que se forman en torno a frases, eslóganes y promesas sin ningún programa que estructure sus planteamientos. Me fío poco de las manifestaciones que logran atraer la simpatía de los descontentos, los insatisfechos, los indignados y todos los reacios a contemplar el mundo en su complejidad porque prefieren la idílica simpleza, la fácil respuesta, la cómoda solución. No me gustan los voceríos de los que apenas participan, no se comprometen y se expresan movidos por pulsiones, emociones o modas, no por criterios adquiridos y argumentos racionales. Por eso huyo de lo “light”, lo liviano, porque creo que todo es complejo, confuso y nada fácil. Y porque nadie te ofrece un caramelito si no es para quitarte la cartera o… el alma. Por eso prefiero las convicciones a las manifestaciones, los programas a los eslóganes, las ideologías a los administradores. Por eso soy tan raro.
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