España lleva semanas angustiada por la aparición “voluntaria” (por voluntad del Gobierno que lo trajo) de un virus africano que ya ha causado dos muertos y contagiado a una enfermera, ha puesto en alerta a las autoridades sanitarias y proporcionado contenidos a los medios de comunicación, ha obligado a crear apresuradamente una comisión de crisis gubernamental, dirigida por la ubicua vicepresidenta Sáenz de Santamaría, y provocado la angustia en millones de españoles que desconocen todavía si cualquier fiebre es síntoma de padecer el ébola, ahora que llega la gripe del invierno, o si hay que sacrificar a los animales de compañía cuando uno empieza a toser. Esta forma de morir representa una prioridad en nuestras preocupaciones, sobre todo si mata a curas y, indirectamente, perros.
Mientras tanto, un foco de legionella ha matado diez
personas en Cataluña, en ese mismo período de tiempo, sin que ninguna comisión
haya sido creada para abordar un contagio que se produce recurrentemente, cada
vez que alguien prepara una mayonesa sin lavarse las manos o no se hace el
mantenimiento adecuado a las torres de refrigeración de un edificio. Los
periódicos hablaron al principio de este contagio infeccioso para después
olvidarlo, el Gobierno no movió un dedo para llevar, al menos, un autobús “medicalizado”
a Barcelona para repatriar los enfermos, ahora que Cataluña pide la
independencia, a cualquier hospital improvisado de Madrid y la vicepresidenta
no reunió a expertos científicos en gastronomía y aire acondicionado para elaborar un
protocolo eficaz, el mejor del mundo, sobre cómo comer fresquito sin riesgo de
muerte. Y es que estos muertos no representan ninguna prioridad en nuestras
preocupaciones, seguramente porque fallecen quienes confían en los peculiares
criterios de higiene y seguridad a que estamos habituados.
Coincidiendo con todo ello, este último fin de semana, tan
hispánico en su festividad, las carreteras españolas se han cobrado la vida de
nueve personas, que engrosan la lista de 873 fallecidos en accidentes de
circulación en lo que va de año, sin que tampoco ninguna alma compungida se
sienta impelida a buscar sueros milagrosos que mitiguen esos “puntos negros” de
nuestra red vial ni de dotar a los helicópteros de la Guardia Civil de más sistemas
de prevención que las famosas cámaras Pegasus,
capaces de multar a quien no lleve el mono de aislamiento pertinente, con
mascarilla de pintor y guantes de limpiadora. Estos muertos no nos preocupan
porque forman parte del paisaje interurbano de la civilización, y si Ana Mato,
responsable de Sanidad, no dimite por lo del ébola, tampoco el ministro del
Interior, Jorge Fernández Díaz, lo va a hacer aunque el número de víctimas
mortales bajo su responsabilidad haya sido 500 veces el de la crisis del ébola.
Pero son los dos sacerdotes fallecidos a causa del virus africano, y la
auxiliar de enfermería contagiada sin pisar África, lo que conmueve la “dignidad” del ministro y del
Gobierno en pleno para repatriar la infección y traer a España el riesgo, ya
confirmado, de una enfermedad mortal y sin cura en la actualidad. Mil muertos
al año en las carreteras no motivan a la vicepresidenta convocar otra reunión
de crisis ni poner en alerta a la Dirección General
de Tráfico, al Ministerio de Fomento y la
Asociación de Fabricantes de Automóviles para adoptar cuantas medidas
contrarresten la mortandad en los accidentes de circulación. Son muertos que
no merecen la prioridad de nuestras preocupaciones, porque la culpabilidad
siempre será de los conductores y sus imprudencias, nunca del Estado
ni de las negligencias de sus excelentísimas personalidades, muy perturbadas
por las necesidades sanitarias de una ciudadanía indefensa y vulnerable frente
al virus ébola. De ahí que haya muertos prioritarios y otros que se entierran sin generar
la más mínima consideración de nadie, salvo de sus familiares.
Así que, puestos a morir, preferiría que fuera por alguna
razón que no obligara a nuestras autoridades a visitarme moribundo en algún
hospital, ni aislar a toda mi familia y amigos por estrecharme la mano, ni
sacrificar al gato que pasa de mí en mi propia casa, mostrándome su absoluta
indiferencia. No me gustaría causar más preocupaciones a un Gobierno que tanto
se interesa por mí que me restringe, en vida cuando los necesito, servicios y prestaciones públicas,
a pesar de saquearme los bolsillos a base de impuestos y tasas. Permitidme, al menos, morir sin ninguna prioridad, procurando no importar otra infección a nuestro país que pueda matarme con esa prioridad de sus preocupaciones. Os
lo suplico como enfermero de hospital y ciudadano de a pie. Ya me cuidaré yo
solito.
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