Nos quedamos sin saber el respaldo real que hubiera
conseguido ese “pulso” al Estado de parte de la ciudadanía de aquella región, puesto
que el número de secesionistas no se puede extrapolar de los votos que
consiguen las formaciones soberanistas, ya que no todos los nacionalistas son
partidarios de la independencia. Lo que sí es cierto es que, de toda esta
confrontación política entre Cataluña y España, el único partido beneficiado al
tensar casi hasta la ruptura la ley ha sido Esquerra Republicana de Catalunya
(ERC), el partido independentista que forma parte del Govern, en coalición con el nacionalista Convergéncia i Unió (CiU)
de Artur Mas. Mientras este último sufre el desgaste por un proceso
“fracasado”, aquel no sólo mantiene sus expectativas electorales, sino que
incluso las aumenta hasta el extremo de convertirse en la fuerza política más
votada, a tenor de las encuestas, si se celebrasen ahora unas elecciones
autonómicas.
La alternativa que propone el presidente de la Generalitat
de celebrar un proceso “participativo” no vinculante y sin garantías legales, materializado
gracias a la colaboración de 20.000 voluntarios que suplirían a unos
funcionarios que se quieren dejar al margen, no satisface a las formaciones
independentistas, en especial a ERC, que valora el momento idóneo para romper
la coalición de gobierno. La posibilidad de convocar elecciones anticipadas con
carácter plebiscitario parece inmediata, pero requiere que todas las opciones
soberanistas presenten conjuntamente un único y mismo candidato, al objeto de
poder dar una lectura cuantitativa y cualitativa de la voluntad separatista
expresada en las urnas. Pero ERC ya ha condicionado esa posibilidad a la
renuncia del “president” a ser el candidato de una lista conjunta que aspire
conseguir la mayoría absoluta que haga viable la declaración de un proceso de independencia
con el respaldo inequívoco de la población, sin necesidad de ningún referéndum.
No parece que Artur Mas sea tan independentista como para
“sacrificarse” en beneficio de ese ideal, sino un “táctico” que ha jugado las
cartas soberanistas que la coyuntura le ha facilitado con tal de conservar el
Gobierno de Cataluña. Su situación es, pues, sumamente delicada al frente de un
Ejecutivo formalmente doblegado por imperativo legal y ser cabeza de un partido
muy cuestionado por los escándalos de corrupción que crecen en su seno, como el
que ha confesado el líder histórico de la formación, Jordi Pujol, incapaz de
dar ninguna explicación convincente de sus delitos fiscales.
Tal vez ese deterioro progresivo del partido que ha
acaparado durante casi todo el período democrático el poder en Cataluña,
amenazando ya pleno desplome por cansancio, abusos y corruptelas, es lo que ha
podido llevar a su líder y presidente de la Generalitat ,
Artur Mas, a subirse al carro independentista como último “cartucho” para conservar
el favor popular, desviar la atención de los problemas que corroen su partido y
conservar el Gobierno, aún a costa de formar una coalición con verdaderos
independentistas que, a la postre, han recogido todos los beneficios del envite
soberanista al Estado.
La segura probabilidad, por no decir certeza, de un fracaso
como el obtenido no ha cogido por sorpresa a los impulsores del referéndum, a
la hora de diseñar la estrategia. Entre sus cálculos figuraba esta “derrota”
anunciada con la ley en la mano y la obstinación del Partido Popular de no
explorar vías dialogadas a una posible solución al conflicto planteado por
Cataluña. El “enroque” de ambos contendientes, inamovibles en sus posiciones,
estaba perfectamente previsto.
Más que celebrar un referéndum, los partidos soberanistas
estaban desarrollando una monumental y eficaz campaña de sensibilización de la
ciudadanía a favor de sus tesis, consiguiendo arrogarse el papel de “víctimas”
frente a un Estado que no atiende reclamaciones democráticas emanadas de la
mayor parte de la población. Tras la
Diada de 2011, en
que cerca de millón y medio de personas se echaron a la calle exigiendo
“Catalunya, nuevo estado de Europa”, la orientación de la política catalana
estaba perfectamente señalada. O a favor de la independencia o en contra, sin
vías intermedias como las seguidas hasta ahora. CiU se subió a ese “carro” con
tal de recuperar la confianza de un electorado que lo abandona por ofertas
nacionalistas más persuasivas, aunque también más radicales. El precio a pagar ha
sido la quiebra de la sociedad catalana, en la que quien no sea independentista
es considerado españolista.
Queda por ver qué derroteros toman los próximos
acontecimientos, pues la partida no ha acabado. Se abre una nueva fase tal vez
más compleja, pero asimismo prevista por los estrategas del “pulso” en su
proyecto de construcción nacional. En medio están los ciudadanos, que podrán
seguir exigiendo su “derecho a decidir” pero que aún no pueden ejercer. Es
decir, dispondrán de voz pero no de voto a la hora de expresar su opinión sobre
un conflicto que tiene más alternativas posibles que ese “no” o “sí”
excluyentes que le ofrecen unos contendientes que basan su razón en la
inmovilidad de sus planteamientos.
Está en juego algo más, con ser mucho, que la relación de
Cataluña con respecto de España. Está en juego la configuración territorial del
Estado, el modelo autonómico y la quiebra del consenso constitucional y de la
arquitectura legal con que nos dotamos para garantizar una convivencia basada
en el Estado de Derecho y la Democracia. No
parece, pues, un asunto menor que deban “decidir” solamente los catalanes, sino
todos los españoles. Y requiere políticos que no se limiten a actuaciones
tácticas cortoplacistas, pendientes antes de los réditos electorales que le
depararán para su formación que de los deseos reales de los ciudadanos, sino
estadistas que siembren las semillas de un futuro de paz, libertad y progreso
para el conjunto del país.
Eso es lo que echo de menos en todo este proceso conflictivo
de Cataluña, en el que sobran Mas, Junqueras y Rajoy y faltan Suárez, Tarradellas
o Azaña para gobernar unos tiempos en que “Cataluña no está en silencio, sino
descontenta, impaciente y discorde”.
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