A menudo nos ofrecen desde los medios (en especial, desde los digitales) lecciones de geoestrategia, política nacional e internacional, historia, economía, filosofía, arte o literatura gente que, antes de profundizar en sus divagaciones, lo primero que hace es perdonarnos la vida por nuestra ignorancia e incultura. Desde las atalayas de su inalcanzable sabiduría, a estos analistas les cuesta trabajo tener que rebajarse en explicar cuestiones, que dominan con absoluta autoridad y conocimiento, a los simples mortales que sólo se enteran de lo que ocurre en el mundo, si acaso, por los periódicos. Suelen iniciar sus disertaciones magistrales con una indisimulada vanidad e incontenible soberbia profesoral por tener que abrirnos los ojos ante una realidad que sólo ellos son capaces de apreciar en su entera complejidad e infinita extensión. Son los nuevos predicadores que, gracias a internet, lanzan al mundo sus invectivas desde las tribunas de las nuevas tecnologías y de un periodismo escaso en colaboradores “altruistas” que se conformen con ver su nombre en el frontispicio de alguna columna de opinión
Estos nuevos gurús suelen ser catastrofistas, adivinan próximas
guerras apocalípticas en cada conflicto regional, desentrañan oscuras y enredosas
tramas de intriga en cualquier acontecimiento aún sea presuntamente accidental,
distinguen con precisión a los amigos de los enemigos y a los “tontos útiles”
que caen víctimas de engaños y manipulaciones, y, aunque raramente aciertan en
sus predicciones, se permiten adoctrinar con sus juicios y opiniones a quien quiera
leerlos con asiduidad. No soportan que les lleven la contraria y su estado de
ánimo natural es la ira contenida, que se acompaña de una incontinencia verborreica
satisfecha, a falta de un público real al que sermonear, con folios de retórica
hostilidad donde vuelcan sus fobias y filias. No tienen empacho en hacer
demostración de su profunda sabiduría, sobre todo si, por contraste, sirve para
dejar en evidencia la obtusa ceguera de los demás, incapaces de visualizar lo
que sólo ellos perciben con nítida claridad y de forma tan precisa. Son
radicales en sus manifestaciones, razonamientos y conclusiones, que expresan
sin aceptar ningún término medio, porque su pensamiento es dicotómico: blanco o
negro, bueno o malo, verdadero o falso, lo que les lleva a erigirse
indefectiblemente en portavoces de lo blanco, bueno y verdadero, convencidos siempre
de portar la razón.
Por ese motivo, aspiran a ser los faros que iluminan la
oscuridad que acecha a una Humanidad confiada e ingenua. Y, cual especialistas,
muestran predilección por asuntos específicos, a los que vuelven una y otra vez
en sus diatribas pseudopedagógicas de inalcanzable altura intelectual. De esta
manera, no dudan en presentarse como doctores en política y geoestrategia en
general, hermeneutas de textos literarios que no dejan títere sin cabeza,
adalides del judaísmo o del panarabismo, detractores del cambio climático o
fanáticos del ecologismo, admiradores de la supremacía occidental o hechizados
con la cultura oriental, adoradores del uso de la fuerza o pacifistas
acérrimos, negadores del holocausto o deseosos de la venganza sionista, y, en
cualquier tema, poseedores de la
Verdad y la Razón
indubitadas, todo lo cual los predispone a lanzar contra las hordas que escapan
a sus simpatías las más terribles advertencias y condenas: serán barridas del
planeta el día en que nos dejemos de monsergas humanitarias o morales. Odian la
complacencia y la equidistancia. Por ello, desde sus tribunas, más que contra un
enemigo declarado, el objetivo de sus proclamas son los “blandos” que no acaban
de adoptar las decisiones que ellos propugnan sin contemplaciones y absoluta convicción.
Así, a veces, es Putin quien imparte justicia contra los terroristas; otras, es
Obama quien por fin promueve una alianza militar contra ellos, en un escenario mundial
que ya no es bipolar, pero que se ajusta al esquema dicotómico de estos
pensadores voluntarios a quien nadie ha pedido parecer.
Son fáciles de reconocer ya que no se prestan a confusión. Basta
mirar la firma y los avales al pie de sus escritos. Cuánto mayores son su
catastrofismo y su radicalidad, menor es su preparación académica. Cuánto más dispendiosa
sea su colaboración mediática, menor es su credibilidad, independientemente del
número de seguidores que consiga atraer. Debajo de sus rúbricas, la mayor parte de las veces bajo seudónimo, no suelen figurar méritos homologados que atestigüen su
capacidad, sino los títulos autoadjudicados que consideran suficientes para
profesar su magisterio. Son maestros de la autosuficiencia formativa y del
academicismo antidisciplinario.
Así se distinguen de los que, profesionalmente, con sus
nombres y sus “galones”, ejercen remuneradamente de comentaristas, incluso como
trompeteros apocalípticos, en defensa de alguna ideología o un modelo social,
económico, religioso o cultural determinado. En apariencia, coinciden cuando
procuran la provocación y son exacerbados, pero tienden a ser más concentrados y
breves, y, por lo general, exhiben mucho mejor estilo. Sin embargo, ambos -gurús
y comentaristas-, persiguen ser guías de masas, aunque los primeros lo sean
espontáneamente, sin apenas cualificación y escasa o nula experiencia, y los
segundos, por dedicación profesional y como oferta editorial. De ninguno, en todo
caso, es conveniente fiarse, a pesar de que quien suscribe pertenezca a alguno
de esos ejemplos de columnistas de opinión. A usted le corresponde catalogarlo
a la hora de prestarle su confianza como lector.
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