De pequeño perseguía mariposas en vez de jugar con canicas. No es que no intentara integrarme en los juegos propios de la edad, es que no era hábil en ninguno de ellos, resultando ser un obstáculo más que una ayuda. Tampoco tuve un físico agraciado para los grandes esfuerzos, por lo que las competiciones jamás me atrajeron. En vez del deporte y las carreras, paseaba o montaba en bicicleta en solitario, abstraído con el paisaje o las fantasías.
Siempre fui enamoradizo, pero patoso: no sabía cómo cortejar
a una chica. Ni me atrevía a mirarla por timidez, vergüenza y desconfianza. Esperaba
que ella sintiera por mí la misma atracción que yo sentía por ella. Confiaba en
el amor telepático. Cuando me descubrí adulto, tampoco había decidido lo que en
realidad me gustaba, sino que había estudiado lo que permitieron mis propias
capacidades intelectuales y las posibilidades e indicaciones de mis padres. De
ello me dí cuenta muy tarde, cuando ejercía una profesión que ni me llenaba ni
satisfacía, pero me daba de comer. Nunca quise sobresalir ni destacar entre los
compañeros y amigos, prefería la compañía de libros y revistas de temática
siempre alejada de cualquier beneficio práctico. La lectura más útil que he
tenido ha sido la de periódicos: el conocimiento de la actualidad me permitía
mantener alguna conversación.
Me aburrían las novelas pero el ensayo me entretenía,
incluso cuando costaba comprender lo que leía. Las quimeras –políticas,
filosóficas, morales- llenaron mi casa de libros y la vaciaron de vecinos, que
no entendían mi aversión al fútbol y a las aglomeraciones. La música, en
cambio, me embriagaba, aunque nunca supe cantar. Mis grandes ídolos son o
músicos o lunáticos, incomprendidos en su tiempo y reconocidos cuando ya nada
les importa ni reporta ninguna ganancia.
Como Baudelaire, desprecio el
comercio y desdeño la obsesión por el acaparamiento material. Tiendo hacia lo
inútil porque anhelo lo que no se puede comprar: el conocimiento. Y, desde la
más absoluta ignorancia, procuro comprender el arte, aún sabiendo lo que
opinaba Ionesco: “Si no se comprende la utilidad de lo inútil, la inutilidad de
lo útil, no se comprende el arte”. Me reconozco, pues, completamente inútil y
sentirme extraño en este tiempo y este mundo. Pero no lo deploro.
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