Salvo el nombre y una sorprendente habilidad cibernética,
estos movimientos no desvelan un “corpus” doctrinal o programático que
clarifique a los interesados sus intenciones, saber a qué se comprometen, más
allá de aprovechar la coyuntura que los hace posible y les posibilita el acceso
al Estado, sin tener que batirse en debates confrontando proyectos ni demostrar
ninguna experiencia previa de gestión política. Aspiran a todo sin arriesgar
nada y apenas aportar soluciones.
Estas formaciones, como muchas otras (Equo, Vox, Compromís,
Partido X, etc.), utilizan con más o menos fortuna las redes sociales y los
medios digitales, fundamentalmente, para darse a conocer entre la población,
evitando los instrumentos clásicos (por falta de recursos y para diferenciarse)
de hacer proselitismo y difundir sus mensajes, que se basaban en la captación
de afiliados y en la difusión del ideario mediante la propaganda. En vez de
mítines, convocan círculos o reuniones informales de interesados a través del
“boca-oreja” (más bien, “ojos-pantalla”) que brindan las nuevas tecnologías. Y
suplen los “aparatos” oficiales de los partidos por estructuras orgánicas abiertas,
en principio, al debate democrático y a la participación de todos, al menos
hasta que logran representación institucional. Aunque en borradores
estatutarios aseguran perseguir “la estructura organizativa más democrática,
abierta y plural que ha conocido nuestro país”, no están dispuestos a que la
participación de los convocados les modifique sus esquemas iniciales, por lo
que advierten durante los procesos fundacionales que cualquier alteración de
las propuestas de la cúpula dirigente invalidaría el proyecto. Critican los
“aparatos”, pero construyen estructuras jerarquizadas que blindan a los
fundadores y los dirigentes que toman las decisiones, investidos de cierto
mesianismo arrogante. Dicen promover la participación democrática, pero se
valen de veladas amenazas para no admitir desviaciones en sus objetivos,
estrategias y formas de organización. Precisamente esa fue la respuesta del
líder de Podemos, Pablo Iglesias, en
una reciente entrevista en Atenas, cuando advirtió de que, en caso de no
triunfar sus tesis, abandonaría una organización que no comparte su idea de
partido.
Estos movimientos surgen de la desafección ciudadana, de la
contestación a unas políticas que castigan sobretodo a los sectores más
desprotegidos de la sociedad, a unas clases medias empobrecidas y unos
trabajadores que son vejados, mediante la precarización del trabajo y los
salarios, en favor del empresario y el sistema financiero. La corrupción
instalada en la administración y en los partidos, las relaciones clientelares entre
política y sector privado que posibilitan esas “puertas giratorias” por las que
transitan sin disimulo representantes de ambos ámbitos, dando lugar a esos Ere, Gürtel,
tarjetas black con las que se
aseguran voluntades, `brokers´ que acceden a los Gobiernos, políticos que
acaban en los consejos de administración de grandes empresas de un día para
otro, los negocios turbios, los dispendios del dinero público, las cuentas en
paraíso fiscales, las millonadas que atesoran hasta sindicalistas cuyo sueldo
jamás podría justificar, los escándalos que afectan desde la monarquía hasta el
último concejal del pueblo más perdido, todo ello provoca esa frustración
ciudadana de la que se nutren estas nuevas formaciones y causa el descrédito de
la democracia representativa, lo que potencia el atractivo de quienes ofrecen
más participación y más democracia como gancho.
Es difícil, sin criterio, sustraerse de eslóganes que nos
aseguran que “podemos”, que es imposible que no “ganemos” esta batalla contra
una “casta” que ha pervertido la política en beneficio de una élite corrompida
y parasitaria del poder, un poder que esas nuevas formaciones convierten en un
fin en si mismo, sin explicar qué políticas aplicarían una vez lo conquisten.
Nos hacen partícipes de ese sueño izando banderas contra las desigualdades,
contra los abusos de la economía, contra la Unión Europea ,
contra la OTAN ,
contra la Iglesia ,
contra los toros, contra el modelo educativo, contra los medios de
comunicación, contra los desahucios, contra los políticos y contra todas las
injusticias que afloran en épocas de crisis y quiebra social.
Y tienen razón al denunciar tales problemas, porque
realmente existen y no se abordan con la suficiente contundencia para
erradicarlos o mitigarlos. Son hábiles en manejar el descontento de la gente,
hasta el extremo de llegar a “convertir el descontento social en una tendencia
electoral”, como reconoce Íñigo Errejón, otro líder de Podemos. Pero no consiguen articular un proyecto coherente de
soluciones, de “otra” política que no se limite a iniciativas llenas de bondad,
pero desarticuladas, sin un diseño de sociedad y convivencia discutido,
confrontado, deliberado y acordado.
Llevan razón cuando cuestionan los males que aquejan a la
democracia, pero su ataque a la democracia representativa no ofrece una
alternativa viable, sino el populismo y un modelo asambleario que no respeta la
pluralidad existente en la sociedad y que ha de
acatar las directrices emanadas de la cúpula dirigente, a la que se
subordina toda participación. Despotrican de la democracia representativa
cuando es la única que permite garantizar la pluralidad social y política, la
que respeta el mantenimiento de la diversidad y la equidad de la vida en común,
en colectividad.
No confío en estos partidos cibernéticos, dispuestos a
encabezar todas las manifestaciones que produce el desarraigo político, pero
que no ofrecen una visión duradera y global, que alcance el futuro, de lo que
pretendemos conseguir como individuos de una comunidad diversa y plural, que
exige ordenar reivindicaciones contradictorias, priorizar actuaciones
controvertidas, distinguir necesidades enfrentadas y gestionar políticamente la
diversidad con responsabilidad en función de un modelo social coherente,
estable y satisfactorio para la inmensa mayoría de los ciudadanos que así lo
han decidido.
La democracia “digital” que representan estos nuevos
movimientos que enarbolan el descontento puede provocar la ilusión de mayor
participación y más igualdad, pero consiguen lo contrario: la subordinación a
la voluntad de quienes controlan los canales de participación, sin normas,
estatutos o reglas, sin controles que contrapesen los poderes, sin garantías
que salvaguarden la equidad, la diversidad y la participación efectiva, y una
“democracia” que repudia la esencia de la democracia: el acuerdo de la mayoría
junto al respeto a las minorías. La democracia representativa queda sustituida
por la democracia cibernética en la que decide uno sólo: la cúpula dirigente. Y esa cúpula
es la que “puede” y “gana”, aunque pluralice los términos para camuflar sus intenciones.
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