Que ya no basta con consumir lo que producimos es evidente. Ninguna industria se mantiene con abastecer sólo el mercado interno, ya que apenas cubriría gastos de producción que acabaría llevándola a la ruina si antes no la engulle un competidor más grande. No hay sector que no se vea afectado por esta dinámica de crecimiento y expansión en busca de nuevos mercados. En especial, el sector agrícola. Sembrar, por ejemplo, tomates para nuestras ensaladas y gazpachos no es rentable si no exportamos más de la mitad de las cosechas. Hay que exportar para garantizar la viabilidad de cualquier empresa con voluntad de permanencia y rentabilidad. La mayor parte de nuestros mejores y más rentables productos está destinada a la exportación, desde tomates, aceite o coches. Se trata de un exponente de esa globalización comercial, pero también cultural, que condiciona nuestras vidas.
Tampoco existen fronteras. Esa es otra de las consecuencias
de esta dinámica comercial de la globalización. Las grandes marcas de cualquier
sector son conglomerados transnacionales que operan allá donde puedan obtener
grandes beneficios con el menor gasto o inversión. Para esas empresas no
existen aduanas que impidan su actividad y se mueven deslocalizando industrias cuando
las condiciones no les satisfacen o abriendo filiales en cada continente o país.
De esta manera, han conseguido que el mundo se convierta en un enorme tenderete
en el que exhiben sus productos, uniformando gustos y consumos de sus clientes,
que somos todos. Sutil pero permanentemente nos mentalizan gracias a una
impresionante globalización también cultural, vía publicidad, modas y
costumbres, que nos adecua a vestir sus prendas (gorritas de béisbol, vaqueros),
ingerir sus comidas (pizzas, hamburguesas, cocacolas) y hasta entretenernos con
lo que ofertan atractivamente (películas, series televisión, videojuegos, etc.).
Esta tendencia al crecimiento es consustancial al modelo de
producción de cualquier negocio. Hace que sea obligatorio crecer o aumentar
cada año los beneficios para tener posibilidad de sobrevivir sin que la
inflación o el aumento de costes no empiecen a señalar estancamiento, sinónimo
de ruina. Sucede lo mismo a escala nacional o internacional, lo que lleva a las
empresas a seguir el patrón de adquirir volumen y dimensiones suficientes con
los que imponer sus condiciones, tanto de cara a los clientes como frente a los
gobiernos que regulan su funcionamiento.
Para apreciar lo primero sólo hay que pasear por las calles
de cualquier ciudad española. Mirando escaparates se constata cómo nos
transforman en clones que consumimos lo que ellas quieren, sin apenas capacidad
de elección, sin alternativa. Los locales más céntricos de cualquier ciudad
están ocupados por una serie de firmas comerciales -siempre las mismas, las que
perduran-, que se distribuyen casi en idéntico orden. Los McDonald, Zara, Corte
Inglés, Mercadona, Cortefiel y toda la corte de negocios que florecen a su
sombra (100 Montaditos, Sturbuck Caffe, Supercor, Café de Indias, etc.), se reiteran en el
paisaje comercial urbano llevándonos a la confusión de no poder identificar ninguna
ciudad por su morfología comercial, que es idéntico en todas ellas. La oferta
de consumo que nos ofrecen, salvo matices, no se ve alterada por la región o
comunidad en que se asienten, lo que unifica nuestros gustos y modula nuestras
diferencias hasta hacerlas desaparecer.
Y a la hora de imponer condiciones para instalarse y
conseguir cuántas medidas les resulten favorables, se conocen casos espeluznantes.
El Gobierno de Madrid, por ejemplo, estaba dispuesto a modificar la ley que
prohíbe fumar en espacios públicos y el acceso a menores en las salas de juego
si conseguía que un magnate norteamericano construyera en su territorio un
lupanar de casinos y prostitución. Por proporcionar migajas con unos mínimos
ingresos vía impuestos, ya de por sí rebajados o con grandes excepciones
fiscales, y la creación de puestos de trabajo en condiciones aberrantes, las
empresas consiguen adecuar también las normas legales que les afectan. El poder
empresarial no solo doblega la normativa laboral que protege a los
trabajadores, priorizando el lucro sobre los derechos de las personas, sino
toda la legislación que regula y controla la actividad y funcionamiento de
estas multinacionales todopoderosas. El grado de influencia de la empresa y la
economía en la política es de tal magnitud que, a veces, los gobiernos parecen
delegados comerciales que defienden los intereses privados de aquellas en vez
de velar por el bien general de la población. Véase, si no, todas las “reformas estructurales”
emprendidas por el gobierno de Mariano Rajoy en España, tendentes a favorecer
al Capital y las empresas antes que al ciudadano y el trabajador, y que han precarizado
el trabajo y las condiciones de vida de millones de españoles.
La actividad mercantil es un poderoso instrumento de
gobernanza global. Con ella se definen alianzas y se combaten “enemigos” que
impiden el dominio de unos intereses tan entremezclados. De hecho, hay quien
define la democracia como consecuencia del comercio, que es una forma de
nombrar al capitalismo. Éste necesita estabilidad jurídica y un modelo social
que posibiliten su arraigo, también su capacidad mediación e influencia a la
hora de apoyar a partidos y candidatos políticos. Las grandes y medianas
potencias, que disponen de grandes y medianos conglomerados empresariales,
utilizan los intercambios económicos y comerciales como estrategia de
geopolítica. Crean entes poderosos y nada democráticos (los ciudadanos no los
votan), como la Organización Mundial
del Comercio (OMC), que actúan en última instancia defendiendo los intereses de
los países más desarrollados, cuyas empresas precisan que se reduzcan aranceles
aduaneros y cuantas medidas proteccionistas obstaculizan su expansión y
crecimiento, en nombre del libre comercio. Luego vendrán el FMI y el Banco
Mundial a concederte préstamos si “recortas” las prestaciones del Estado de
Bienestar (abres nichos vetados a la iniciativa privada) y a rebajarte los
intereses de la deuda. Sólo entonces serás un país “libre” y “saneado”, que
inspira “confianza” a los mercados.
El comercio es un arma temible. Marruecos no acaba de
autorizar la pesca en sus aguas a la industria española, a pesar de haber
rubricado el millonario convenio con la
UE , hasta que no consiga satisfacer otros intereses ocultos,
tanto de inmigración, territoriales o económicos. Así, exporta tomates a Europa
en cantidades que hunden los precios de la producción continental, entre ella
la española, para disgusto de nuestros agricultores. O Rusia nos veta las
exportaciones agricoalimentarias por represalia a los “castigos” que tanto
Europa como Estados Unidos les inflige por su apoyo material e ideológico a los
rebeldes separatistas de Ucrania. Es decir, más que la diplomacia, es el
comercio el instrumento más eficaz de la geopolítica internacional y la causa
de muchas guerras.
Así que, cuando se habla de economía en boca de un político,
se está hablando de lo que conviene a las empresas, no a los ciudadanos. El
comercio se sirve de la política para imponer las condiciones que más le
interesan y para convencernos de que su lucro y expansión nos conviene.
Política y comercio vienen a significar lo mismo, tienen una misma finalidad:
defender los intereses de sus titulares, curiosamente las mismas personas. Por
eso se “ayuda” a los bancos, no a los ciudadanos. Lo que mueve al mundo es el
mercado, un recurso mucho más mortífero que las bombas.
Guárdese, pues, de las guerras comerciales: saldrá perdiendo. Siempre.
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