Aspirábamos a un Estado proveedor de servicios y acabamos con unos servicios dependientes de la beneficiencia no comprometida de unas almas generosas. Luchábamos por una justicia que amparara derechos para combatir desigualdades y nos conformamos con una caridad insuficiente que sirve para tranquilizar conciencias de unos cuantos solidarios. Pretendíamos sociedades que brindaran oportunidades a los desfavorecidos y nos impusieron, con nuestro consentimiento, un mercado que pone precio a cualquier necesidad humana. Y eso es lo que hemos logrado.
Permitimos que la educación y la salud, requisitos básicos
que posibilitan el desarrollo de las personas, no fuesen asegurados gracias a
la aportación de todos, mediante una política fiscal progresiva, sino que pasaran
a depender de las posibilidades de cada cual, y condenamos a quienes no podían
costeárselos a la exclusión social y el fracaso individual.
Callamos frente al abandono de los frágiles y dependientes,
a los que atendíamos en justa correspondencia a la contribución que ellos y los
suyos hacían al bien común, y trasladamos su cuidado a unas familias incapaces
de proporcionárselo o a empresas que priorizan la rentabilidad a las
prestaciones.
Sucumbimos a las voces interesadas que amenazaban con la
insostenibilidad de un sistema en el que prevalecía la dignidad del hombre y lo
transformamos en colectividades sometidas los únicos dictados del negocio. Incluso las pensiones de
quienes agotaron su vitalidad física o intelectual al servicio de los demás y
aportaron parte de sus recursos a financiarlas, las dejamos ahora sin la
garantía que la organización social les brindaba de recibirlas. Transigimos que
sea una contabilidad mercantil, que penaliza índices de supervivencia, la que
calcule su importe y determine los años de cotización para poder morir con ese
derecho.
En esta ceguera que nos paraliza ante el desmantelamiento de
todo aquello que nos unía en cohesión solidaria, finalmente truncamos también los
sueños de la juventud por alcanzar una emancipación que los proyecte hacia el
futuro. Se lo negamos egoístamente al obstaculizar su acceso a una formación
superior, haciéndola descansar -como en todo lo que hemos consentido- en la limosna
en lugar de la justicia.
Así, aceptamos que la Universidad tenga que recurrir a donaciones
filantrópicas para conseguir recursos que financien a los estudiantes, a quienes
restringimos el derecho a becas. Esta actitud pordiosera es la consecuencia
inmediata de una sociedad en la que cada valor va precedido de un precio.
Nuestras renuncias desembocan en la injusticia y la desigualdad. Y en vez de un
Estado provisor de servicios públicos, retornamos a sociedades feudales que
confían en algún noble que se compadezca de la suerte de los desafortunados. Y
del Estado de Bienestar, que hasta ayer procuraba socorro al conjunto social,
retrocedemos, previo rechazo a una equidad redistributiva, a un epígono de
sociedad estamental que desprecia los valores humanos para sustituirlos por
tasaciones mercantiles.
Y toda esta vuelta al pasado más miserable del hombre, que rompe
el contrato social que nos reconocía como ciudadanos, lo toleramos porque unos cuantos, muy
poderosos en la economía y la política (es lo mismo), siguen empeñados en ganar dinero con nuestras necesidades básicas ("externalizar" o privatizar servicios lo llaman en jerga neoliberal) y nos atemorizan con esa lógica
capitalista de la “sostenibilidad” necesariamente rentable, rentable a su
cuenta de resultados, naturalmente. No
admiten más modelo social que el modelo mercantilista que blinda sus
privilegios. Y no están dispuestos a aceptar que entre todos sufraguen, de acuerdo a sus posibilidades, las necesidades de los que conviven juntos
formando una sociedad. Así nos empujan a renunciar de nuestras conquistas y a
conformarnos con limosnas. Incluso para estudiar, enfermar o morir.
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