Al cabo de cinco años de crisis económica, provocada –no lo olvidemos- por los desmanes de especuladores financieros y sus “ingenierías” para convertir los paquetes de deuda (hipotecas
subprime) en productos mercantiles sumamente rentables (ganar dinero traspasando a otro la deuda), con la bendición de las agencias de calificación, son otra vez los funcionarios los que vuelven a ser el chivo expiatorio y deben pagar por... estar atrapados en medio de un chantaje.
Resulta que los “incautos” que compraron (y apalancaron)
tales productos de rentabilidad discutible son los bancos y otras entidades
financieras que se dedican a “jugar” con dinero que no es suyo. Al derrumbarse
la estafa piramidal (todo iba bien siempre que hubiera un tercero que siguiera
comprando), la mayoría de esos especuladores, empezando por Lehman Brothers, se
encontraron en quiebra al no disponer de dinero con que hacer frente a los
compromisos de pagos adquiridos. Eran, literalmente, deslumbrantes empresas de papel
mojado. Y comenzaron a caer. Algunas eran tan enormes que los Estados temieron
por la integridad financiera del sistema. Y decidieron –empezando por el país
más “liberal” en política, EE UU- ayudar a tales empresas, “nacionalizando” la
deuda e inyectando grandes cantidades de fondos públicos, para evitar una
parálisis de un sector que también compra –y financia- deuda pública. Y lo
que comenzó siendo un problema privado (de los bancos) se transformó en un
problema público, al que se añaden las exigencias de aquellas mismas agencias
de calificación para que los riesgos de los Estados fueran “sostenibles”.
Los actores que renegaron de cualquier
regulación en sus manejos (y, al no estar controlados, acabaron realizando
prácticas abusivas y engañosas) son los que ahora imponen “reglas de mercado”
para financiar a los Estados. Los acusan de estar muy endeudados por prestar servicios
públicos. Y les obligan a ahorrar, “adelgazando” el gasto.
Pero, ¿en qué gasta el Estado? Con el dinero de los
contribuyentes, de los que obtiene recursos proporcionales a sus capacidades
económicas –fiscalidad progresiva que hace pagar más al que más tiene-, el
Estado presta servicios que facilitan la vida fundamentalmente a quienes no
pueden costeárselos. Así, ofrece una educación pública abierta a todos, una
sanidad pública de acceso universal, una seguridad pública que protege a todos
los ciudadanos, una justicia que vela por el cumplimiento de unas leyes que
incumben a todos -incluido el yerno del rey-, además de ayudar o socorrer a
personas con necesidades y situaciones especiales (niños, ancianos,
estudiantes, etc.) y promover sectores que posibilitan el desarrollo y el
progreso del conjunto del país (cultura, investigación, innovación, etc.)
Es evidente que gran parte de estos servicios públicos el
Estado los provee a través de un personal que contrata, para evitar dirigismo,
mediante concurso-oposición público al que cualquier ciudadano puede optar. Son
los denominados funcionarios públicos: maestros de escuela, profesores de
universidad, médicos de hospitales, enfermeros, bomberos, jueces, policías, soldados,
administrativos de ayuntamientos, consejerías y gobiernos, jardineros de
parques y jardines, barrenderos, etc. También el Estado corre con otros gastos
que contribuyen a resarcir o indemnizar a quienes han cumplido con sus
obligaciones durante toda su vida (pensiones), o han sufrido percances
laborales ajenos a su voluntad (paro) o responden al sentir mayoritario de la
población (curas e iglesias), junto a subvenciones de otras actividades consideradas
de interés público: sindicatos, votaciones, deportes, etc.
Toda esta forma de convivencia social está ahora en
cuestión. Los que nos han llevado a la ruina estiman que el Estado gasta
demasiado y debe ahorrar a toda costa. Y el Gobierno, que depende de la
financiación de la deuda soberana para, aparte de los impuestos, obtener ingresos
con los que hacer “sostenibles” sus prestaciones, acata escrupulosamente la
orden y aplica la tijera con sumisa diligencia.
A quien considera que Mariano Rajoy es el mejor presidente
de España habría que recordarle que este señor cobarde para las comparecencias
periodísticas, mentiroso en sus declaraciones parlamentarias e incapaz de
articular discursos sin construirlos con lugares comunes y latiguillos
verbales, es el que más ha subordinado su actuación al servicio unilateral del
capital, no de los ciudadanos que lo eligieron. Este señor la tiene emprendida
contra los funcionarios y aquel modelo social basado en la solidaridad colectiva que
se teje con los hilos del Estado del Bienestar. A unos y a otros los está
destruyendo con la excusa de una “crisis” que intenta subvertir este modelo de
sociedad por otro donde las prestaciones o servicios públicos, una vez
eliminados o reducidos a su mínima expresión, sean “mercantilizados” por la
iniciativa privada. Ello podrá ser muy coherente con la ideología “neoliberal”
del señor Rajoy y el partido que lo sustenta, pero supone un chantaje a unos
empleados públicos que nada tienen que ver ni con la crisis ni con la
mentalidad e intenciones de Mariano Rajoy.
Mientras a los bancos y al sistema financiero, en general,
se les inyecta cuántas ayudas sean pertinentes para equilibrar sus cuentas, sin
exigencia de responsabilidades, a los ciudadanos que optaron por un empleo en
el sector público se les exprime con la excusa de que su puesto de trabajo está
asegurado, como si eso fuera verdad o una bicoca ganada por sorteo. Porque, aún
cuando la estabilidad laboral sea mucho más sólida comparada con la arbitrariedad empresarial privada, la pérdida de la condición de empleado
público está contemplada en la normativa que regula su función, y sus
retribuciones, en cambio, son manifiestamente inferiores a las del sector
privado, sobre todo en épocas de expansión económica, cuando cualquier peón de
albañil ganaba más que un profesor de universidad.
Y como es más fácil “recortar” gastos que incrementar ingresos (subir
el IVA hace que se consuma menos), el Gobierno reduce “gastos”. Ya ha reducido
drásticamente en educación, sanidad y prestaciones sociales (dependencia,
pensiones, gasto farmacéutico, becas, etc.) y en el sueldo de los empleados
públicos. Cada vez que se quiere arañar algunas décimas al déficit público, se
rebaja o congela el salario de los funcionarios. Lo han hecho todos los
gobiernos de la democracia cuando han tenido problemas presupuestarios, pero el
actual Ejecutivo de Mariano Rajoy lo practica con insolente descaro. En dos
años de gobierno, ha congelado las remuneraciones funcionariales por segunda
vez y ha eliminado una paga extraordinaria, además de reducir en más 300.000
personas la plantilla de empleados estatales gracias a la limitación del diez por
ciento de renovación de los que se jubilan. Y, encima, pretende que creas que
lo hace por garantizar la “sostenibilidad” de los servicios públicos.
Sometidos a semejante chantaje, los funcionarios -que suelen
ser tildados por parte de políticos de medio pelo como “privilegiados” y
“vagos” cuando desean enfrentarlos al conjunto de los trabajadores-, han de aceptar
con estoicismo todas estas ofensas y las injustas medidas que se aplican
contra sus retribuciones y condiciones laborales. Lo hacen, empero, con el mantenimiento
de su dignidad intacta. Porque quienes cobran sobresueldos, se financian
irregularmente, compatibilizan una dedicación pública con actividades privadas y viven confortablemente
en la élite de una ubicación política, se la tienen jurada: hay que castigar a
los funcionarios, al menos hasta 2014. En 2015, año en que están previstas nuevas
elecciones, ya les satisfarán con algún caramelo. Y si no, al tiempo para comprobarlo. Así de ruin es la estrategia gubernamental en el chantaje a los funcionarios.
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