La lluvia cae puntual, desde el primer día a primera hora. La traen nubarrones grises que humillan al sol y aplacan su ira de luz y calor. La tierra se empapa con rapidez y los primeros charcos salpican juguetones a unos viandantes sorprendidos que no supieron prevenir los aguaceros. Los árboles aprovechan para bañar su follaje y saciar una sed que seca sus entrañas de madera. Desde los altos voladizos, los pájaros aguardan pacientemente que el aire limpio y fresco llene sus pulmones y sostenga sus alas para volver a dibujar cabriolas en el cielo. Hasta los insectos buscaron cobijo cuando sintieron la humedad y el viento que precedía al chaparrón, excepto yo, que me lancé a recibir esas gotas implacables que parecían interpretar una melodía llena de ritmo sobre mi cuerpo y resbalar por mi rostro, donde las recibía con una sonrisa de júbilo, antes de estrellarse contra el suelo. Tan pronto como surgió se extinguió la breve pero intensa tormenta que anunciaba la esperanza de una nueva estación: el otoño nos había entregado su tarjeta de visita y me había dejado impaciente.
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