Como si fuera un cigarrillo, así parece ser la época que vivimos en la actualidad, donde todo ha de ser breve, no más de 140 caracteres a que nos tienen acostumbrados las redes sociales, y simple para que pueda ser comprendido por quien sólo de adentra en las complejidades de un sudoku. La poesía ha de ser un epítome, para gloria de los haikus, y la prosa debe ajustarse a la extensión del microrrelato. El pensamiento elude la complejidad y se conforma con la liviana explicación de lo superficial, rehuyendo las causas concatenadas que condicionan todo fenómeno, sea físico o intelectual. El mundo ha devenido en un lugar asequible al telediario que en veinte segundos nos ha de mostrar quiénes son los buenos y los malos, lo bonito y lo feo, lo propio y lo ajeno, para que lo entendamos con la simplicidad de un esquema dual -blanco o negro-, a modo del bipartidismo global que desborda la política que votamos sin pararnos en reflexión.
Los estereotipos dominan nuestro juicio y lo espectacular canaliza las emociones que guían nuestra conducta. La inteligencia se reserva para los juegos de videoconsola y la comprensión utilitaria de una tecnología destinada a la diversión y el confort. No hay sitio para los libros y las conversaciones enriquecedores. Pensar es anticuado; hablar, aburrido, y escribir, molesto y engorroso. Comunicarse con mensajitos e imágenes, como en los teléfonos móviles, es mucho más fácil y moderno. La reflexión viene determinada por la obsolescencia, como cualquier producto de consumo. Corto y light es la filosofía de nuestro tiempo, donde todo ha de ser instantáneo y perecedero. En un mundo así no hay sitio para el sosiego, ni tiempo para el criterio. Todo ha de ser rápido y fácil, aunque no sepamos por ni para qué. Tal vez es porque preferimos desconocerlo.
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