Ayer fue día para los recuerdos. Yo me sumo hoy, un día después, para escapar del aluvión de conmemoraciones, de los excesos rememorativos muchas veces parciales y poco razonados.
Porque ayer se recordaba un hecho trágico que sacudió al mundo entero: el 10º aniversario de los atentados contra las Torres Gemelas de Nueva York. Todos los medios de comunicación se ocuparon del tema con gran despliegue de reportajes y crónicas que incluían fotografías inéditas de lo sucedido aquel nefasto día. Cuatro aviones comerciales, utilizados como si fueran misiles, fueron estrellados contra edificios de Nueva York y Washington, causando la muerte de cerca de 3.000 personas inocentes. EE.UU era atacado por el terrorismo fanático de índole islamista al que empezó a combatir tan pronto se sobrepuso del aturdimiento y la confusión.
Desde aquel día todos nos sentimos víctimas al ver las imágenes de los aviones empotrándose en los rascacielos como si fueran de mantequilla hasta explotar cual bombas incendiarias. Las consecuencias del ataque aún las sufren hoy unas sociedades que ya no se consideran invulnerables a cualquier fanatismo asesino que quiera acometer una locura nunca antes imaginada. Por eso, diez años después, seguimos aceptando que se restrinjan libertades en aras de una seguridad que jamás será completa ni nos hará recuperar la confianza que manteníamos en nuestras calles y casas.
Pero ayer me acordaba también de otro luctuoso 11 de septiembre cuyo bochorno aún padezco. Fue también un bombardeo a instalaciones civiles para aniquilar al presidente de una República e instaurar, tras la asonada, una dictadura que prosiguió asesinando de forma sistémica durante 17 años a todas las personas que fueran sospechosas de connivencia con la democracia que llevó al poder a Salvador Allende en Chile. La dictadura del general Pinochet también arroja un balance de más de 3.000 muertos y desaparecidos, y otros miles de ciudadanos sometidos a tortura y prisión por delitos que tampoco supieron que cometían.
Son aniversarios distintos para una memoria frágil que revive con facilidad sólo la actualidad que mantiene viva los medios de comunicación. A pesar de la macabra coincidencia en las fechas, el 11 de septiembre de 1973 de Chile apenas ha servido para generar el sentimiento que debían despertarnos todas las víctimas inocentes de la sinrazón y el fanatismo. Obama bin Laden y Augusto Pinochet son asesinos que no dudan en matar para imponer por la fuerza y a fuego sus ideas sobre personas cuyo único delito era vivir en sociedades libres y creerse seguras en regímenes de libertad y democracia. Son dos lecciones de la historia que, por si algo había que conmemorar, nos recuerdan la fragilidad de nuestra memoria y lo selectiva que puede llegar a ser, hasta llevarnos a cometer los mismos errores y no aprender de la experiencia. Y por lo visto (y leido) en el día de ayer, seguimos igual, haciendo gala de un sentimentalismo fácil que se distrae con lo espectacular en vez de analizar e identificar las causas que nos llevan a la barbarie. Somos de lágrima fácil y eso lo saben quienes pueden manejarnos (y manipularnos) a través de las emociones.
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