martes, 27 de octubre de 2009

Sordo como Alfonso

Hacía tiempo que no tenía noticias suyas. No me intranquilizaba porque de vez en cuando desaparecía durante una temporada. Solía estar rumiando alguna iniciativa o resolviendo algún compromiso. Sus hijas le ocupaban muchas horas adiestrándolas en el conocimiento necesario para desenvolverse en el mundo, fundamentalmente laboral. Su vocación intelectual intentó siempre ser práctica, aunque con poca fortuna, salvo para aconsejar a los demás. No por eso dejó de soñar.

Nuestro hobbie era hacer proyectos que pudieran materializar la mutua afición de la escritura. No lo aceptaba como entretenimiento, sino como un verdadero trabajo para el que había que prepararse y dedicarle muchas horas. Éramos voluntariosos: ningún desengaño impidió nunca una nueva ilusión. Por eso creía que ésta era la razón de su última desaparición, hasta que abrí el correo.

Me mostraba su vieja ironía para encajar otro golpe de la vida. Eran una líneas breves para informarme de que se estaba quedando completamente sordo y lo achacaba a su voluminoso cráneo, difícil de regar. Impedido para oir al mundo, me invitaba con socarronería a seguir con la escritura para comunicarnos nuestros proyectos.

Me dolió la noticia. Busqué consuelo contestándole que la sordera no le impedía componer música, como Bethoveen, pintar los cuadros más sonoros y escribir las más bellas páginas que nunca hubiera imaginado. Estar en silencio podría facilitarle la concentración necesaria para vivir como le plazca, sin necios que le perturbaran ni charlatanes incapaces de frenar su verborrea inútil y vacua, además de mantener una sensibilidad potenciada por los demás sentidos. Intenté dar ánimos al amigo que seguro ya había explorado todas las alternativas para el consuelo y había escogido la que siempre había utilizado: la escritura. Ya había asumido ser sordo, pero sordo como Alfonso: sin tirar jamás la toalla.

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