sábado, 17 de octubre de 2009

El celador poeta

Alberto es un celador del hospital donde yo trabajo, un simple camillero -desde la arrogancia de las clases estamentales-, que te trae o se lleva a los enfermos que deben desplazarse de un sitio a otro. Normalmente no se suele cruzar palabras con ellos como no sea para protestar por la tardanza con que responden a tu llamada. Considerando prioritaria nuestra petición, olvidamos que la mayoría de las veces están ocupados realizando otro servicio y, como no tienen el don de la ubicuidad, hasta que no terminan aquel no pueden hacer el nuestro. Tengo que reconocer, a fuer de ser sincero, que las prisas proceden de los deseos por quedarnos tranquilos una vez finalizado el trabajo, no por una urgencia del desplazamiento. De ahi, en la mayoría de las ocasiones, nuestra insistencia en reclamar el servicio del celador. A veces, para contrarrestar su tardanza, los llamamos antes de finalizar nuestro trabajo. Y los hacemos esperar.
Eso fue lo que pasó con Alberto, celador habitual para los traslados de determinada planta del hospital. Ya acostumbrado a nuestras prisas, se sentó en lo que terminábamos con el enfermo. Y se puso a hablar, primero con el paciente, luego con todos los que fuimos introduciéndonos en la conversación. Con la confianza que había estrechado con la paciente, dada su prolongada estancia en el hospital, le comentaba su afición a la poesía, no sólo a leerla, sino a hacerla, y las anécdotas que había tenido gracias a ella. Vivencias y sentimientos que solían quedar plasmados entre los versos de un poema. Como el que leyó durante la misa por un compañero asesinado y que dejó a todos con las lágrimas saltadas de la emoción, hasta el extremo de ser llamado por el director del centro para felicitarle. Escuchábamos sus historias en silencio, aprendiendo una lección de humildad ante quien, momentos antes, era un ser invisible, insensible y minusvalorado. Ahora lo llamamos por su nombre, haciéndolo persona, para que venga cuando pueda. Alberto, el celador poeta.

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