En España aún no hemos superado la fiebre de la “titulitis”, ese afán por cursar estudios universitarios que enriquezcan la formación y permitan mayores posibilidades de hallar un empleo que nos libere de las condiciones de origen. Durante décadas, familias humildes no dudaron en hacer grandes sacrificios para que algún hijo, al menos, tuviera estudios con los que escapar del destino de privaciones y estrecheces al que, como las generaciones precedentes, estaría predestinado. Con la llegada del desarrollo –económico, el político tardaría más- los padres hicieron lo imposible para que los hijos vivieran mejor que ellos y aspiraran a un futuro halagüeño que, gracias a una carrera universitaria, era factible.
Aquella situación, no obstante, ha evolucionado mucho, y no
siempre para mejor. La obligatoriedad de la enseñanza y la posibilidad de becas
han abarrotado las universidades. Hasta tal punto se multiplicó el número de
graduados que disponer de un título universitario no garantiza, hoy por hoy, la
obtención de un empleo, por saturación de la oferta. En la actualidad, muchos
titulados soportan una situación de desempleo durante años o desempeñan un
trabajo que no requiere los conocimientos adquiridos en una universidad. O,
peor aún, hay universitarios que consiguen ejercer su profesión, poniendo en
práctica sus conocimientos y formación, pero bajo contratos como becarios o remunerados
en categorías inferiores a las que les correspondería por el trabajo que
realmente desarrollan.
La verdad es que no existe una fórmula mágica que señale el
camino más seguro para conseguir un empleo. Un título no es un cheque al
portador para trabajar, ni la falta de esa cartulina certificada por una
universidad impide trabajar si la formación, la capacidad intelectual y la
experiencia de la persona se adecuan al trabajo buscado. Claro que, también,
todo depende de lo qué queremos ser en la vida. Para ser médico, arquitecto o
químico, por ejemplo, es obligatorio cursar los correspondientes estudios y
obtener el título que faculta al titular como tal. Ese título, empero, no será
suficiente para garantizar el trabajo en lo que se ha estudiado, pero es
imprescindible para acceder al mercado laboral y profesional con posibilidades
de desarrollar la carrera elegida. Estudiar es, en cualquier caso, la vía idónea para
materializar unas legítimas aspiraciones, desarrollar al máximo las capacidades
y habilidades que se tienen y, en función de las convicciones y valores que nos
orientan, enfrentarse a un mundo en el cual, en caso contrario, nos hallaríamos a
merced de una ignorancia que nos hace vulnerables a la manipulación y la
instrumentalización de cualquier poder social, económico, político, religioso o
cultural, y que seríamos incapaces de cuestionar o tan siquiera detectar. Este
tipo de titulitis es, simplemente, afán de superación, y es aconsejable.
Cosa distinta son los que se empeñan en obtener títulos
académicos con la pretensión de elevarse sobre los demás y vanagloriarse de un
supuesto estatus social que los distingue de los que no tienen tales titulaciones.
Se trata de una “titulitis” que afecta a aquellos que se creen superiores y
supuestamente mejor preparados por poseer una titulación de la que carecen los
de su entorno laboral o familiar, aunque ocupen puestos o ejerzan funciones de
mayor responsabilidad que ellos con sus diplomas. Se les distingue porque
suelen dictar sentencias del estilo: “no sé cómo ha llegado hasta ahí si sólo
es…” (completar con la formación del criticado). Y son los mismos que piensan
que un máster, por ejemplo, certifica que eres más listo o capacitado que el
que no lo posee.
Posiblemente, una actitud semejante es lo que ha empujado a
la presidenta de la
Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, a protagonizar un
escándalo que pone en entredicho su credibilidad a cuenta de un máster. Nadie
entiende cómo una persona con su trayectoria y responsabilidad pone en riesgo
su carrera política por un asunto motivado más por la vanidad que le
proporciona la “titulitis” que por el supuesto enriquecimiento que puede aportarle
a su currículo académico. Una actitud favorecida, además, por esa sensación de
impunidad que sobrevuela a las altas esferas para desafiar las normas, los
procedimientos y hasta las leyes, gracias a una maraña de relaciones, favores y
clientelismo en la que están inmersas las élites de este país.
La señora Cifuentes ha cometido, por lo que parece,
irregularidades muy graves por añadir a su formación de Licenciada en Derecho la
realización de un máster que no ha cursado en realidad. La investigación
periodística de dos medios de comunicación ha revelado múltiples
irregularidades y falsificaciones en los datos aportados por la presidenta de
Madrid para avalar que realmente cursó unos estudios de posgrado, que exigen
600 horas presenciales. Según revelan los medios y se confirma después, se formalizó
la matrícula fuera de plazo (tres meses después de iniciado el curso), el acta
de notas de dos asignaturas fue alterada para reemplazar sendos “no presentado”
por la calificación de “notable”, dos profesoras afirman que sus firmas han
sido falsificadas en un acta que ellas no han firmado, el director del máster
reconoce públicamente haber “reconstruido” el acta a instancias del rector, y,
finalmente, que no aparece, ni en la Universidad ni en la casa de tan destacada
alumna, el trabajo fin de máster (TFM) que debía realizarse para poder aprobarlo.
Y como colofón, ninguno de quienes fueron compañeros de clase de Cristina
Cifuentes recuerda haberla visto por las aulas ni asistir a los exámenes. En
resumidas cuentas, un asunto, más que feo, sintomático de esa patología de la “titulitis”
que todavía afecta a personas que no precisan adornar con un título adicional
su competencia profesional. O eso creíamos.
Porque la presidenta Cifuentes, empeñada en defenderse a
costa de socavar el prestigio de la Universidad y la dignidad de las instituciones, supuestamente
cursó ese máster de Derecho Público del Estado Autonómico en la Universidad Rey
Juan Carlos de Madrid, entre 2011 y 2012. Entre tanto, era nombrada Delegada
del Gobierno en la Comunidad
madrileña y, tres años más tarde, en 2015, Presidenta del Gobierno de esa
Comunidad Autónoma. Para ninguno de esos cargos públicos necesitaba el máster
en cuestión, a menos que estuviera preparando con antelación visionaria su
currículo para cuando accediera al Gobierno de la Comunidad. No era
requisito para su ascenso. Y menos aún cuando, tras los escándalos de
corrupción en los que se ha visto envuelto el Gobierno madrileño y los que
afectan a otros dirigentes de su partido, Cristina Cifuentes ha pretendido
representar la regeneración, la transparencia y la honestidad en una Comunidad
que ha visto a una expresidenta dimitir por rodearse de corruptos, y a un
expresidente, varios exconsejeros y diversos alcaldes ir a la cárcel por
delitos de corrupción. Y que por todo ello, los ciudadanos retiran progresivamente
su apoyo al Partido Popular, el partido al que pertenece la señora Cifuentes.
De ahí que negar la mayor, pillada en falta, haya sido su primera y errónea
reacción. No la han cogido robando, malversando fondos o traficando con
contrataciones públicas a cambio de financiación ilegal o sobornos, pero ha
sido sorprendida participado de ese hábito corrupto de obtener acreditaciones
académicas con amaños y chanchullos. Dejada llevar por la titulitis, no se ha
comportado con la honradez y la honestidad que exigía a los demás y de las que
pretendía ser ejemplo en política. Ha sido pillada en sus propias
contradicciones e hipocresías. Algo muy feo y que le pesará, por culpa de la titulitis
patológica que padece.
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