Cuando fui a ver la película por primera vez, en mi cabeza
bullían ideas y lecturas sobre teorías y explicaciones del mundo y la
existencia, libros que devoraba anárquica y atropelladamente. Al
cine acudí siendo un adolescente que ya estaba contagiado por la espiritualidad
orientalista de Hermann Hesse y su crítica a los valores occidentales, en los
que prima el materialismo y el poder del dinero. Y me había asomado a los
peligros de Un mundo feliz, guiado
por Aldous Huxley, acerca de una sociedad homogeneizada y controladora hasta de
las emociones y necesidades de los individuos. E, incluso, andaba enfrascado
con el Nietzsche de El eterno retorno
y El Superhombre, intentando comprender que “el sendero de la plenitud
es curvo porque el tiempo es una perenne repetición en la que todo, incluido el
ser, muere y renace continuamente”, o que “el superhombre es la superación del
hombre que, tras la muerte de Dios, asume el eterno retorno de la vida”. Pero,
sobre todo, estaba fascinado con las ideas del padre Teilhard de Chardin, el
filósofo jesuita que proponía una percepción de la evolución en la que tanto la
materia como el espíritu logran en todo el Universo mayores niveles de
complejidad hasta formar una superconciencia sideral, el llamado Punto Omega.
No es de extrañar, por tanto, que el filme de Kubrick me
dejara boquiabierto y me causara una impresión que aún perdura: era la
plasmación en imágenes de un compendio de aquellas lecturas e ideas, pues más
que aventuras desarrollaba una trama filosófica. Desde la elipsis inicial, que
condensa cuatro millones de años de la evolución del primate a los viajes
espaciales, hasta el “renacer” del astronauta Bowman, convertido en centinela
del Universo como “superconciencia” espiritual, pasando por el monolito
precursor y catalizador de la aparición de la vida inteligente, conduciendo al
ser humano fuera del planeta hacia una evolución superior, y el desafío de la
inteligencia artificial, representado por la computadora Hal 9000 que controla
la nave, al adquirir conciencia de su existencia y sufrir una “neurosis” de
consecuencias fatales para la tripulación.
Por todo ello, 2001:
una odisea del espacio, obra en la que Kubrick invirtió cinco años de su
vida, es una película inolvidable y sin precedentes en la historia del cine,
que revolucionó la cinematografía de ciencia ficción. Hasta su banda sonora, basada en la música clásica y no compuesta expresamente, guarda
tan estrecha relación con las imágenes que ya nadie puede dejar de
asociar “Así habló Zarathustra”, de Richard Strauss, con el filme. Pocas películas actuales
del género, por no decir ninguna, más allá de la espectacularidad de los
efectos especiales digitales que contenga, han llegado aún a superarla y dejar
en el espectador tantas inquietudes y reflexiones. Los cincuenta años que han
pasado por ella apenas la han hecho envejecer, salvo en algunas transparencias de
los efectos especiales que no restan profundidad narrativa y belleza formal al
conjunto. Ni qué decir tiene que sigue siendo uno de mis filmes predilectos,
hasta el punto de volver a visionarla por enésima vez en cuanto ponga punto
final a este artículo.
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