La reducción del poder adquisitivo de los trabajadores,
sumidos en el dilema entre un salario basura o la calle, cuando no directamente
el despido masivo de obreros, el retorno de las condiciones laborales de
semiesclavitud, la anulación de las garantías que protegían a la fuerza del
trabajo, con la derogación de convenios y derechos conquistados tras años de lucha
sindical, el copago en la sanidad, la culpabilización de los inmigrantes de
nuestras dificultades y su desatención médica, la subida de impuestos, tasas,
precios y gravámenes de todo tipo de forma indiscriminada, la eliminación de
derechos sociales y espacios de libertad, la instrumentalización de la
educación, la banalización de la cultura, el deterioro de los servicios
públicos, el sectarismo en la confrontación política y, en definitiva, la
imposición de valores mercantilistas como medida de cualquier fin social o
público, entre otros, no son los únicos efectos que se derivan de esta pertinaz
crisis y de las “soluciones” que se adoptan
para combatirla.
Son, sin duda, los más inmediatos y dolorosos, puesto que
condicionan y alteran la vida personal, familiar y social de cada ciudadano
afectado. De disfrutar de un horizonte de estabilidad, que posibilitaba organizar
la vida hacia el futuro, a sentir desasosiego por el desconocimiento de lo que
deparará cada amanecer, acontece un cambio radical de difícil asimilación, a
veces traumático, que no todos saben afrontar. Todo ello es percibido más como
una agresión hostil que como una oportunidad que nos enfrenta a nuevos retos.
Acostumbrados a determinadas condiciones, cualquier empeoramiento de las mismas
nos parecerá negativo, aunque conlleven la corrección de desviaciones, abusos y
errores que las viciaban. Y, aunque es cierto que los perjudicados son legión
frente a los beneficiados de la actual crisis, los cuales son merecedores de toda
comprensión y ayuda que se les pueda dispensar, también emergen efectos “colaterales” que remueven hábitos y
actitudes que participaron en no poca medida en la generación de los problemas
que nos afligen e, incluso, en profundizar una crisis cíclica y previsible.
Todas las estrecheces a las que nos enfrentamos deberían
obligarnos, en primer lugar, a aceptar la nueva realidad que doblega nuestros
deseos y contraviene la voluntad. Nos lleva a transitar de una época de
abundancia a otra de escasez y austeridad, en la que aparece un escenario de nuevas
normas con las que hemos de reorientar nuestra posición y el rumbo de nuestra
existencia. Desvanecidos los tiempos dorados del consumo desenfrenado y el
dinero fácil, suceden otros de precariedad y esfuerzo. Para empezar, la
preparación y el mérito retornan como atributos del éxito, aunque no lo
garanticen, lo que ha devuelto a los estudios a jóvenes de entre 18 y 24 años
que antes hubieran preferido disponer de un salario como trabajadores poco
cualificados. Han sido estos últimos, precisamente, las primeras víctimas
propiciatorias de una crisis que los destina a las listas del paro.
Asimismo, percibimos con más claridad el falso paraíso de un
mundo plagado de mercancías que no satisfacen ninguna necesidad, salvo la del
consumo por el consumo. Valoramos ahora la cultura como emancipación, que nos descubre
la autenticidad de nuestra naturaleza, y no como instrumento de alienación mediante
el espectáculo, que cultiva la moral de rebaño. Escapamos, forzados por las
circunstancias, de aquello que Marcuse señalaba como el mayor mal de la
sociedad occidental: pertenecer a una sociedad hipócrita y conformista, esclava
del consumismo y víctima de la representación.
Exigimos, al fin, el pragmatismo y la eficiencia en una
gestión pública que prestaba atención preferente a la servidumbre política frente
a las necesidades acuciantes de los ciudadanos. Se trata del efecto colateral
que, por causa de la falta de recursos, obliga a transformar estructuras
organizativas para que respondan a la función para la que fueron creadas y no a
cubrir cuotas partidistas, como la reciente propuesta de reducción de adjuntos
del Defensor del Pueblo andaluz, cuyo número respondía exclusivamente al de
partidos representados en la
Cámara de la
Comunidad y no a criterios funcionales. O el efecto que hoy nos
lleva a reprobar el derroche aberrante de construir aeropuertos sin utilidad,
líneas de alta velocidad para trayectos sin demanda y toda clase de inversiones
en cualquier municipio por el empeño personal de políticos carcomidos por la
egolatría o la corrupción, metástasis incubadas en una sociedad rendida al
consumo como aliciente para huir del tedio y la mediocridad.
La crisis golpea duramente a los más débiles e indefensos y
deja indemne a una élite social que ha propiciado cuanto ha podido, con un
comportamiento criminal de especulación y engaño, la creación y envergadura de
ésta. Son los mismos que ahora recetan y aplican medidas que presuntamente nos permitirá
librarnos de ella, cuando en realidad sólo sirven para afianzar aún más el
poder y la capacidad de dominio que atesoran. No les importa precipitarnos al
empobrecimiento y despojarnos de derechos, pero no pueden impedir que
recuperemos, gracias a esos efectos colaterales, la potestad crítica para
descubrir la farsa, una vez abramos los ojos sin el deslumbramiento del
espectáculo. Son efectos colaterales de una crisis en la que no todo iba a ser
negro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario