Quería aparentar estar relajada pero las manos no se lo
permitían. No dejaban de buscar algún objeto al que aferrarse y
frotaban el aire de entre los dedos incesantemente. Luego se ocultaron bajo las
sábanas sin dejar de moverse. Era una chica joven que estaba decidida a hacer
lo que iba a hacer aunque tuviera miedo. El anestesista le aplicó con delicadeza
la mascarilla mientras le susurraba al oído palabras de aliento para
tranquilizarla. Se durmió enseguida y le introdujeron un tubo en la tráquea
para insuflarle aire a los pulmones. Le protegieron los párpados con
esparadrapo y la acostaron boca abajo en la camilla. Le extrajeron innumerables
inyecciones de sangre de los huesos de la cadera hasta que estimaron que la
cantidad era suficiente. Por la tarde, en la habitación, seguía con las manos
inquietas y un ligero resquemor en el culo, pero estaba contenta. Había donado
la médula ósea que necesitaba su hermano. Y la alegría se notaba en sus manos.
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