Los 105 misiles Tomahawk mandados por Trump -ni tan nuevos
ni tan bonitos, pero sí inteligentes- cayeron
sobre un Centro de Estudios e Investigaciones Científicas, en las afueras de
Damasco, donde se producen y fabrican armas químicas, y en dos almacenes
militares, en la ciudad de Homs, que se usaban como sendos arsenales para este
tipo de armamento. Eran objetivos identificados, conocidos y consentidos hasta
la fecha, sin que ninguna inspección internacional de los organismos
competentes ni la presión de las potencias mundiales obligaran a su clausura y al
abandono de sus actividades fabriles de sustancias letales, excepto un primer
ataque intimidatorio, en abril del año pasado, también con misiles, contra una
base aérea del Ejército sirio en el desierto, que no llegó a intimidar al
dictador guerrero, como los hechos actuales demuestran.
Tras más de siete años de guerra en Siria, donde se lucha en
múltiples frentes (local, regional y geoestratégico) y por múltiples actores
(Daesh, rebeldes sirios, turcos, kurdos, iraníes, rusos y norteamericanos, todos
ellos bajo la estrecha vigilancia de Israel), los que pueden hacerlo decidieron
que era inconcebible matar con armamento no convencional –con armas químicas, aunque nada
se dice de los barriles explosivos, cargados de metralla, lanzados desde
helicópteros), y menos aún cuando el enemigo está prácticamente derrotado y
sólo reductos rebeldes se niegan a entregarse. Tras ser gaseados, éstos finalmente
se rindieron.
Pero el presidente Trump, que participa en esa guerra multilateral
en el bando del dictador (2.000 soldados norteamericanos están desplegados en el país) junto a una coalición inverosímil de aliados que se
odian, no estaba
dispuesto a perdonar que se le tomara el pelo de manera tan descarada y se dejara
pasar esa repudiable costumbre de gasear al enemigo -niños y civiles inocentes incluidos-,
sin motivos ni necesidad. Era la ocasión para volver a demostrar su capacidad
de liderazgo y firmeza ante un régimen que se comporta con bestial crueldad. Podía ejercer de presidente del país más poderoso del mundo justamente cuando
más acorralado se sentía en el ámbito doméstico por la investigación del fiscal
especial sobre la trama rusa en su elección. Por eso amenazó según suele, urbi et orbi, en 140 caracteres, sin importar caer en el mismo
pecado que criticó en el expresidente Barack Obama, cuando lo acusó de ofrecer
ventajas al enemigo por anunciar las represalias que pensaba adoptar su
Administración, en 2013, en una situación idéntica. En aquella ocasión, el
titubeante Obama, ante las promesas rusas de obligar a Siria a retirar su arsenal químico, acabó desechando
las represalias militares. Al final, la promesa rusa fue incumplida y la
guerra continuó desde entonces con sus inherentes matanzas y atrocidades,
dejando un balance de más de 500.000 muertos entre la población y millones de
desplazados de un país en llamas.
El caso es que Donald Trump ha repetido lo que hizo Obama: avisar
de una acción de represalia inminente, dando tiempo a que el Ejército sirio
abandonara las instalaciones más expuestas al ataque y permitiendo que los
rusos, que tienen bases navales y aéreas en el país, enviaran sus acorazados a
alta mar y sus aviones fuera del espacio aéreo por el que iban a volar los
misiles, no vaya a ser que una bomba descarriada les cayera encima y se liara
la de Dios. Después de tales avisos tan disimulados, el comandante en jefe del
Ejército más poderoso del mundo dio al fin orden de lanzar un bombardeo
limitado y circunscrito a las dianas previstas, sin esperar siquiera a la
investigación de los inspectores de la Organización para la Prohibición de Armas
Químicas, que ya estaba en marcha, y sin contar, tampoco, con autorización de la ONU , por el veto ruso en el
Consejo de Seguridad, lo que resta legitimidad al anunciado castigo
norteamericano, aunque actuase en alianza con el Reino Unido y Francia.
Y, como en otras represalias “quirúrgicas” anteriores, las
bombas nuevas, bonitas e inteligentes no han servido para variar el curso ni
determinado el final de ninguna guerra o conflicto de entre los que ha decidido
intervenir el inefable Donald Trump desde que es presidente twittero de Estados
Unidos. Ni la superbomba sobre los talibanes en Afganistán ni las dos veces que
ha bombardeado Siria han determinado el curso de esas guerras ni erosionado la
capacidad de golpear del enemigo. Los terroristas y los dictadores, una vez despejado
de polvo los cráteres que provocan las bombas, siguen a lo suyo, matándose con
saña como acostumbran, sangrando el país al que oprimen y haciéndolo retroceder
hasta su completa ruina y desolación.
Esta vez, con las bombas de distracción que ha lanzado Trump
sobre Siria, la situación en aquel conflictivo país sigue igual, con el sátrapa
Bacher el Assad en el poder, ganando la batalla a los rebeldes de la primavera
árabe siria y a los terroristas del Daesh, en un revoltijo armado que utiliza
para afianzarse, y sin que el protagonismo estratégico de Rusia e Irán sufra
erosión en la región. Ello no ha impedido que el presidente norteamericano haya
proclamado ufano “misión cumplida”, sin cumplir ninguna misión y sin alcanzar
objetivo alguno en un conflicto en el que las fichas de juego continúan en
manos de quienes ya las poseían. Eso sí: sus votantes más acérrimos aplauden su
audacia y decisión al apretar el botón de unos misiles de distracción.
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