Para empezar, las primeras medidas adoptadas por el magnate
inmobiliario contra los inmigrantes procedentes de determinados países
musulmanes, firmadas con toda la pompa y boato propios de un monarca coronado
más que de un presidente republicano, fueron inmediatamente paralizadas por los
tribunales de Justicia. “La primera, en la frente”, según expresión
coloquial que señala un mal comienzo. Porque una cosa es predicar en campaña
electoral y otra dar trigo desde el sillón presidencial con arreglo a la Constitución. Sus
mediáticos y peliculeros vetos migratorios han quedado, de momento, en papel
mojado. Y por dos veces. ¿No tiene, acaso, el presidente Trump asesores
jurídicos que revisen sus iniciativas antes de hacer el ridículo tan
ostensiblemente? Quizá todo sea debido a que sólo se deja aconsejar por su
yerno Jared Kushner, su hija Ivanka Trump y su propagandista ultraderechista Steve
Bannon, ninguno de los cuales es un reputado experto en leyes o abogado. Y se
nota un montón.
Su otra obsesión enfermiza, revertir el seguro médico
implementado por Obama, tampoco ha podido materializarse al no disponer del voto
mayoritario de su propio partido a la hora de aprobar la medida. Era tan
mediocre e inconsistente su propuesta que ni sus propios correligionarios se
atrevieron a secundarla, temerosos de perder apoyos en sus respectivas circunscripciones
o por considerarla todavía demasiado “intervencionista”. Lo cierto es que, ante
la previsible humillación que sufriría su gran proyecto estrella de derogar el Obamacare en el Congreso, el inefable presidente
retiró la propuesta, demostrando, una vez más, cuan ridículas son sus
iniciativas más señeras, aquellas con las que pasará a la historia de la
política chapucera e insustancial.
De igual modo, el muro que prometió construir a lo largo de
la frontera con México, para proteger a Estados Unidos de la plaga de
inmigrantes ilegales procedentes de aquel país que sólo traen consigo drogas,
robos y violaciones, sigue sin ver ni un solo ladrillo ni alambrada de espinos
que impermeabilicen todo el pasillo fronterizo, ya que aún no ha conseguido los
fondos con que financiarlo. Y eso que en campaña pregonaba, el entonces
candidato Trump, que su coste sería endosado al Gobierno mexicano por no
impedir eficazmente ese tráfico de personas hacia el poderoso vecino del Norte.
Ni México va a pagar un peso ni Washington parece dispuesto a adelantar los
dólares necesarios para erigir tamaña monstruosidad inútil, sólo viable en la
mente maniática y obsesionada del que piensa que todos los males que sufre su
país provienen del exterior, de los “otros”, sean musulmanes o mexicanos, salvo
la única excepción de Melania Trump, tercera esposa del 45º presidente, un delicado
jarrón sumamente decorativo de origen esloveno, nacionalizada estadounidense
hace sólo once años, pero incapaz de pronunciar un discurso sin plagiar
párrafos enteros de su antecesora en el cargo de primera dama. Otro ridículo
que inspira a los monologuistas latinos y yanquis; con el muro, no sobre la bella
exmodelo.
No obstante, otras cuestiones las ejecuta Donald Trump con
más acierto aunque siga careciendo de planes alternativos que sustituyan lo
derogado y tengan presente el futuro. Así, le ha sido fácil suspender las
medidas medioambientales reguladas por la anterior Administración de Obama y
autorizar, a renglón seguido, la construcción del controvertido oleoducto
Keystone XL, con el que se prevé transportar más de 800.000 barriles diarios de
petróleo desde Canadá hasta las refinerías de Texas. Dicho proyecto estaba bloqueado
por Obama a causa de su negativo impacto medioambiental. Tales reservas son
consideradas simples majaderías por un impulsivo presidente que no se detiene
ante nimiedades climáticas. De hecho, el magnate inmobiliario había anulado
previamente, al menos, seis órdenes ejecutivas de la era de Obama destinadas a
combatir el cambio climático y regular las emisiones de carbono a la atmósfera.
Toda prevención por un mundo sostenible es tachado por Trump como patraña que impide
el libre desarrollo y la máxima rentabilidad de la industria energética de USA.
No en balde él es, ante todo, un empresario acostumbrado a ganar dinero, no a
salvar el planeta. Y aunque los ecologistas y las personas preocupadas por el
futuro estiman de disparate estas iniciativas contaminantes del millonario transformado
en presidente, él está dispuesto a seguir adelante con ellas aunque el
chapapote cubra la superficie del río Mississippi. Otra tontería ridícula
propia de un ignorante envanecido.
Y es que Trump cree que gobernar un país es como dirigir una
empresa. Busca ganancias a cualquier precio, aunque hipotequen el futuro, bajo
el eslogan de “America, lo primero”. Los acuerdos económicos que no supongan
ventajas inmediatas para Estados Unidos son vistos como un mal negocio aunque
persigan un equilibrio comercial en las relaciones internacionales. Por ello,
otra iniciativa ridícula de Donald Trump ha sido la de retirar a su país del
Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP, por sus siglas en inglés),
un tratado que pretendía configurar el mayor bloque económico del mundo y que
había sido refrendado por doce países que representan, en su conjunto, el 40
por ciento de la economía mundial y un tercio de todo el flujo comercial
internacional. El aislacionismo proteccionista que persigue Trump, sin medidas
de reciprocidad, puede resultar beneficioso en el corto plazo al egoísmo que
denota el “América, first”, pero no cabe
duda de que será perjudicial a largo plazo, en cuanto el resto del comercio
mundial también implante aranceles a sus productos. Es imposible ocultar, una
vez más, lo ridículas que resultan las iniciativas de este mandatario sin miras
ni ideas propias y que se limita a seguir las consignas que le dictan sus
áulicos palmeros ultranacionalistas.
Iniciativas tan trasnochadas y retrógradas como la
prohibición decretada de conceder fondos federales a las ONG que secunden o
faciliten la práctica del aborto en EE UU, incluyendo la negativa a toda
financiación pública de aquellas asociaciones que promuevan su legalización o
su consideración como método de planificación familiar. Una hipocresía moral,
tejida a medida, en quien está casado por tercera vez, sin importarle la
indisolubilidad religiosa del matrimonio tanto como los “derechos” eclesiales
del embrión que preconiza su confesión. Impulsar iniciativas de marcado cariz
religioso en un país que defiende la libertad de culto es otra de las
ridiculeces que caracteriza los primeros cien días del presidente Trump, sin
que causen sorpresa. Son propias del personaje.
El amargor de su presidencia ya se detectaba desde el inicio
del mandato de Donald Trump, cuando se produjo la dimisión del exgeneral
Michael Flynn, recién nombrado asesor de Seguridad Nacional, al conocerse que
había mantenido contactos con el embajador ruso en Washington poco antes de la
toma en posesión del nuevo Gobierno estadounidense. Esa estrecha conexión con
Moscú sigue costándole a Trump verdaderos dolores de cabeza, pues está
demostrado que el pirateo moscovita al correo privado de su máxima contrincante
durante la campaña electoral, Hillary Clinton, favoreció sobremanera su acceso
a la presidencia. Una investigación que todavía está en marcha.
Y para contrarrestar tantos ridículos, el fanfarrón Trump no
ha ingeniado otra que desempolvar las ansias imperialistas del poderío militar
yanqui para desviar el foco con bombas, lanzadas con impresionante precisión
mediáticas y de fuego, sobre Siria y Afganistán. Ninguna ha servido para variar
el rumbo de las guerras que se libran en ambos países, pero proporcionan el
espectáculo que acapara la atención de los mortales, sobre todo de los que
pueden morir bajo sus efectos destructivos o aparecer como aliados ante unas
posibles represalias terroristas que luego, como intentó Aznar con los
atentados de Atocha, no se pueden ocultar. Bombas que tiran los fanfarrones sin
dejar de hacer el ridículo.
En definitiva, los primeros cien días en la
Casa Blanca de Donald Trump no pueden ser
más bochornosos por el ridículo que ponen de manifiesto. Con todo, la cosa
puede ir a peor si sigue con esa dinámica de impulsar iniciativas a golpe de
ocurrencias, jaleadas por su equipo familiar y de amigos ricos que lo rodea.
La última de ellas, la rebaja de impuestos para las empresas y la reducción de
tramos para los trabajadores, supone un ahorro extraordinario para las grandes
fortunas y las grandes empresas, como las que representa el propio Trump, quien
se niega a revelar su declaración de renta, pero un motivo de alarma para los
ingresos del Estado y la consiguiente financiación de los servicios que ha de
prestar a los ciudadanos. Sigue la senda de lo denunciado por Karl Polanyi, un
autor que seguro no ha leído, de subordinar lo social a lo económico y
potenciar lo mercantil. Lo dicho, los primeros cien días de Trump son un puro
ridículo, desgraciadamente.
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