A veces, muchas más veces de lo imaginado, los hechos de lo cotidiano nos ciegan y aplastan con el peso de su inmediatez. Nos inmovilizan en un presente que nos impide tomar perspectiva para distinguir el pasado y un probable futuro, es decir, no nos deja comprender de dónde viene y adónde va lo que ahora sucede y que tanto nos desasosiega. Eso que sucede, en los sucesivos ahoras de nuestra existencia, es tanto
personal como colectivo, afecta tanto a nuestras vidas como a las de la comunidad
de la que formamos parte. No resulta extraño, por tanto, que nos sintamos
abrumados por acontecimientos -propios y ajenos- que, pasado cierto tiempo y
valorados sin la precipitación del instante, son menos trascendentales y mucho
más relativos de lo que creíamos. Salvando las distancias, pierden importancia
o la repercusión que creíamos decisiva. Es lo que aprenden a valorar los
ancianos: que lo verdaderamente relevante de la vida lo dejamos escapar para atender
con obsesión enfermiza cuestiones superfluas en absoluto fundamentales.
Olvidamos vivir para dedicarnos a consumir o demostrar lo que somos o pretendemos
ser. Y cuando queremos darnos cuenta, hemos desperdiciado el tiempo, los
sentimientos y las energías en asuntos triviales que, en su momento inmediato,
nos parecían prioritarios e inaplazables. Eran cuestiones urgentes y
primordiales, en lo político, lo laboral, incluso en lo físico, que nos
atrapaban con su ridícula pero insoportable inmediatez. Como esos árboles al
borde del camino, que muchos se dedican a cuantificar con rigor matemático, despreciando
lo que hay detrás de ellos, lo que ocultan. Sólo unos pocos consiguen descubrir
y disfrutar, salvando las distancias, el bosque de verde fronda que forman en
su conjunto y que cubre el paisaje hasta donde alcanza la vista. Como también
son pocos los capaces de acompañar, compartiéndolo, el crecimiento de
sus hijos, las puestas de sol que todas las tardes brindan o los silencios
ensimismados de una placentera lectura. Sólo unos cuantos desechan los afanes
del día a día para percibir la vida que palpita en nuestro interior, en
comunión con cuanto nos rodea, dando pleno sentido a un devenir que lo
cotidiano le niega. Muy pocos salvan las distancias para evitar verse cautivos con
la realidad inmediata de la dictadura del presente.
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