He de reconocer, de entrada, mi nula capacidad predictiva y el “fino” olfato que me caracteriza para el análisis y la interpretación de los acontecimientos que suceden en la realidad. Soy un desastre pero, una y otra vez, me arriesgo a hacer vaticinios que indefectiblemente resultan errados, como cuando aposté por Hillary Clinton y fue derrotada por el impresentable Donald Trump, o cuando estimé vencedor del debate de las primarias del partido socialista español a Patxi López y ganó por goleada Pedro Sánchez. En ambos casos, vencieron contra todo pronóstico los críticos o herejes con los órganos partidarios, los “outsiders” del “aparato” oficial de sus formaciones políticas, los “a priori” perdedores natos. Así que, lo reconozco con humildad, como comentarista de la actualidad tengo un negro porvenir, aunque insista y siga engordando mi lista de pronósticos fallidos.
Porque una cosa es ganar una batalla y, otra muy distinta,
ganar la guerra. En los ejemplos citados anteriormente, me parece bastante
probable que ambos líderes, en sus respectivos ámbitos y países, no llegarán a completar
o cumplir como preveían sus mandatos o programas. Entre otras razones, porque
sus victorias no revelan ni las cualidades exigibles para el ejercicio del
cargo ni las intenciones reales que les han impulsado, con inesperada fortuna,
a ganarlo. No veo al presidente Trump preparado política y psicológicamente
para sentarse en el Despacho Oval ni creo que Sánchez convenza al conjunto del votante
socialista de diluir el histórico PSOE, como hizo Alberto Garzón con Izquierda
Unida, en Podemos, convirtiéndolo en adlátere de sus políticas al no poder frenar
su descalabro electoral. Uno y otro están predestinados a ser víctimas de sus propias
contradicciones, carencias y veleidades hasta acabar depuestos y relevados
antes de tiempo. Aunque lo más seguro es que me equivoque nuevamente, cosa que
no descarto.
No obstante, el escenario de esa posible evolución en estos
dos políticos que me atrevo anticipar es perfectamente coherente con sus
trayectorias y las acciones o iniciativas que ya han adoptado al comienzo de su
mandato, en el caso de Trump, y durante el período en que fue secretario
general antes de ser defenestrado, en el caso de Sánchez. Los dos personajes
públicos proyectan su futuro con las luces del pasado, con lo que hicieron
antes y lo que hacen ahora. Y lo que reflejan esas luces son más sombras que
brillos. Intentaré argumentarlo, comenzando por el personaje más cercano: Pedro
Sánchez.
El recién elegido por los militantes como secretario general
del PSOE, en un proceso de primarias, recupera el cargo del que había sido depuesto
hace sólo ocho meses por un comité federal convulso. Él era el líder del
partido durante las dos elecciones generales que constituyeron sendos fracasos
para las siglas socialistas, sin que su proyecto para sustituir a Mariano Rajoy
del Gobierno obtuviera resultados meritorios en número de escaños. Antes al
contrario. El PSOE, con Sánchez, se desangraba y conseguía los peores resultados
de su historia, mientras su secretario general seguía empecinado en pactar con
quien fuera –primero con Ciudadanos y después con Podemos, excluyentes entre
sí- para conformar una alternativa de Gobierno, aunque ello supusiera repetir
por tercera vez unas elecciones generales en el plazo de un año. De ahí procede
su eficaz y afortunado eslogan del “no es no” con el que simplifica e idealiza
su estoica postura: no a Rajoy, no a la investidura del candidato conservador de
la minoría mayoritaria, sin importar el precio. Y el precio era la
inestabilidad de un país que luchaba –y todavía lucha- por salir de una crisis
que ha llevado a la pobreza a amplias capas de la población.
El “alma” dual del partido volvía a materializarse en el
enfrentamiento expreso. La sensibilidad pragmática de los socialistas apostaba
por aceptar su destino en la oposición, desde donde podría influir en la
actividad de un gobierno en minoría que debía negociar todas sus iniciativas,
ejerciendo como cabeza visible de la oposición en el Parlamento, hurtándole así
todo protagonismo a Podemos y pudiendo congraciarse con el electorado que le había
abandonado. El alma más izquierdista, representada por Pedro Sánchez, se
impacientaba y prefería quemar todos los cartuchos por “cuadrar” esa alternativa
de izquierdas que la aritmética parlamentaria le negaba si no transigía con las
condiciones que le quisieran imponer, para sumar sus apoyos, las formaciones
separatistas (aceptar la realización de un referéndum secesionista en Cataluña,
por ejemplo) o la de un Podemos que aspira a relevarlo en su espacio político (detentar
los ministerios más relevantes e influyentes de ese posible gobierno en
coalición). Todo ello acabó profundizando la división del partido, pero sirvió
de manera providencial para el renacer electoral del depuesto Pedro Sánchez, quien
ha encarnado a la perfección, desde entonces, el papel de víctima de las élites
y de los burócratas del “aparatachi”. El perdedor acabó venciendo.
Ahora, desde una secretaría general blindada con el voto del
militante y que de alguna manera altera las reglas internas de representación
del partido, Pedro Sánchez tiene que demostrar que tenía razón, que era el
depositario de las esencias incontaminadas del socialismo español y que, bajo
su égida, el PSOE volverá a recuperar su peso electoral y su importancia
ideológica en el panorama político del país. Está por ver si será capaz de desalojar
a Rajoy del Gobierno sin romper definitivamente las estructuras del partido, ya
gravemente escindido entre sanchistas
y susanistas, entre oficialistas y
críticos. Un reto mayúsculo al que hay que sumar otras cuestiones pendientes y
de las que el nuevo secretario general ha ofrecido opiniones fluctuantes, si no
contradictorias.
En primer lugar, deberá unir al PSOE, integrando a esa
mayoría de “barones” territoriales que no apoyaron su candidatura. Pero como
decida pasar factura e imponer militarmente su criterio, colocando a sus afines
en las federaciones “díscolas”, la lucha será fraticida. Por lo pronto, Susana
Díaz ha adelantado el congreso del PSOE andaluz para no darle tiempo de
organizar una contraofensiva que le dispute su “mando en plaza” en aquella
región, la única, junto al País Vasco, en la que no consiguió ganar en las primarias.
La lealtad que tanto reclama, la unión del partido y hacerlo que funcione como
una “piña” con su secretario general al frente, requiere generosidad y diálogo
por ambas partes, por todas las partes. Y precisa un programa político
consensuado en los distintos órganos de decisión del partido y no impuesto, a
modo de revancha, desde la cúspide, según la conveniencia voluble de su líder.
Aparte de la recuperación electoral y de la unidad de la
familia socialista, el nuevo secretario general habrá de afrontar la “trampa”
que le tiende Podemos con su moción de censura a Rajoy en el Congresos de los
Diputados. O la apoya o se abstiene, una disyuntiva que lo devuelve a la
casilla de partida que causa división en al partido: apostar por la estabilidad
política del país o por la ruptura y el páramo de unas nuevas elecciones de
resultado incierto. Es decir, repetir el trauma que ha llevado a los
socialistas a esta situación de deterioro electoral, irrelevancia política y de
tensiones autodestructivas internas. Si a ello añadimos el desafío independentista
del Gobierno catalán, decidido a convocar un referéndum que viola la ley, y al
que Sánchez responde una cosa y la contraria desligándose del criterio
consensuado del PSOE con la
Declaración de Granada que postulaba avanzar hacia
el federalismo, se comprenderá que el pesimismo más inquietante cunda entre los
socialistas, en particular, y los ciudadanos, en general. Un partido que aspira
a gobernar no puede carecer de una noción clara de su país, de la arquitectura
jurídica del Estado y del concepto de nación del que emana la soberanía y el
modelo de convivencia de los ciudadanos, todo ello recogido, reconocido y protegido
por la Constitución. Sánchez
deberá asumir que no es lo mismo un mitin callejero, que se solventa con
demagogias gratuitas, que la toma de posición del partido en el Parlamento para
preservar el sistema democrático y el Estado de Derecho, aunque el flamante
secretario general carezca de escaño en el Congreso para defender esa posición
como máxima autoridad del mismo. Su indefinición y veleidad deberán ser
superadas, otra vez, por la estabilidad del país.
En definitiva, si con Pedro Sánchez y su “no es no” el PSOE
no supera los cien escaños en el Congreso, no establece la paz de la unidad con
las federaciones, no deja meridianamente claro su política de alianzas para
temas de Estado en el Parlamento y no define su propia identidad ideológica y
como partido para no dejarse absorber por la de otros, es bastante probable que
los mismos militantes que lo eligieron le den la espalda y lo vuelvan a
deponer. Porque con él, nada de esto está claro, según mi siempre erróneo
parecer.
Y con Donald Trump me pasa algo semejante aunque los avisos
de su nefasto derrotero parecen mucho más evidentes, tanto que ya los he
expuesto en alguna otra ocasión como comentarista despistado. El empresario multimillonario,
elegido presidente de Estados Unidos de América, es un peligro latente en la
Casa Blanca , no tanto por su inexperiencia
política, sino por sus ideas racistas (muro con México, desprecio de lo hispano,
recelo de lo musulmán, etc.), su actitud sectaria en política doméstica
(eliminación del Obamacare, recorte
en los programas sociales, etc.), su pretensión proteccionista de un mercado ya
indiscutidamente globalizado, en línea con lo que favorece a sus negocios y los
de su familia (no en balde su hija y su yerno ocupan puestos de cercanía y
responsabilidad en la misma Casa Blanca sin siquiera presentarse a las
elecciones) y la bisoñez de sus iniciativas para combatir el terrorismo yihadista
(prohibición de entrada a EE UU de extranjeros procedentes de determinados
países musulmanes con los que no mantiene intereses económicos privados, su
tendencia a bombardear lo que le dicta el lobby
militar aunque no sirva para variar ninguna guerra, etc.).
Pero su peligrosidad se acrecienta por los abusos de poder
de su Administración y la predisposición de Trump de creer que, por el mero
hecho de ser presidente, le acompaña la razón y la legalidad, a pesar de que
los jueces tengan que anular algunas de sus órdenes presidenciales por ser manifiestamente
inconstitucionales. Tanto más peligroso cuanto acusa a los que rebaten sus
tesis y revelan sus mentiras de falsear la verdad, de manipular sus
declaraciones o de conspirar en su contra. De ahí surgen sus encontronazos con
la prensa, con la oposición demócrata, con sus propios correligionarios del
Partido Republicano y con medio mundo. Si pudiera ejercer como empresario
déspota, que es a lo que está acostumbrado, despediría a todos los que le
contradicen y le descubren en un renuncio. Eso es, exactamente, lo que hizo con
el director del FBI, James Comey, al que cesó fulminantemente porque se negó a
ocultar cualquier relación que descubriese sobre las presuntas relaciones de
connivencia entre la campaña de Trump y las injerencias de Rusia.
Unas relaciones extraordinariamente peligrosas que podrían
poner en cuestión la seguridad nacional de EE UU si se confirmase la existencia
de una trama rusa en su entorno y en su elección como presidente. Son tantos
los indicios de ello, aparte de la dimisión de Michael Flynn como director de
Seguridad Nacional por ocultar sus contactos con agentes rusos en Washington,
que se ha abierto una investigación independiente por parte de un fiscal
especial, el exdirector de la CIA John
Brennan, quien ya ha comparecido ante el Comité de Inteligencia del Senado para
reconocer que “Rusia interfirió descaradamente en el proceso electoral
presidencial de 2016 y que llevaron a cabo esas actividades pese a las serias
quejas y las advertencias explícitas de que no lo hicieran”.
Por lo tanto, ya no son simples sospechas sino información
de inteligencia lo que compromete al presidente Trump y a ciudadanos norteamericanos
involucrados en su campaña y en su Administración. Tan peligrosos son esos
indicios como la vanidosa actitud arrogante de un empresario codicioso al que
le viene grande el uniforme de presidente de EE UU y que no duda en compartir
información reservada con sus “aliados” rusos, respecto de los cuales muestra
sumisión y dependencia. Hay que recordar, llegados a este extremo, que una
investigación parecida, que puso al descubierto las mentiras proferidas por
otro presidente norteamericano, supusieron el inicio de un procedimiento de
“impeachment” que obligó dimitir a Richard Nixon por el escándalo del
Watergate.
Es por todas estas razones que, sin ser ningún adivino, considero
altamente probable que Donald Trump y Pedro Sánchez, auténticos ejemplos de
perdedores con suerte, se verán forzados a renunciar a sus ambiciones
personales y ceder el poder que le otorgaron con sus votos unos ciudadanos
ingenuos y sumamente crédulos, convencidos de las bondades de estos
charlatanes. Pero no se preocupen: es mucho más probable que vuelva a estar
equivocado y el charlatán sea yo. No me extrañaría nada.
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