En estos tiempos convulsos, en que afloran alimentados por sendas crisis económica y humanitaria las bajas pasiones, los tics sectarios o egoístas y las actitudes xenófobas o racistas, tanto a nivel individual como colectivo, es cuando nos mostramos tal como somos en realidad, sin máscaras ni disimulos. Ha bastado sentir las estrecheces derivadas de una época de vacas flacas y los problemas ocasionados por una avalancha de inmigrantes que buscan refugio en Europa, alterando nuestra plácida existencia y nuestras costumbres, para que nos olvidemos de nuestros compromisos, nuestras leyes y hasta de aquellos ideales que prometíamos asumir y defender.
Tan enorme ha sido la renuncia que los anhelos de nuestros
padres y abuelos, y los de toda una generación que había confiado en que el
progreso y el bienestar estaban asegurados con la democracia y la libertad que
disfrutamos en esta parte del mundo, parecen haberse hecho añicos. Ni las
personas que pueblan Europa son tan solidarias como presumen, ni los países son
tan abiertos y tolerantes como pretenden, ni ese proyecto, más económico que
político, de unos Estados Unidos de Europea sirve para cumplir con sus propias
razones fundacionales. Y es que el viejo sueño de una Europa unida –entidad supranacional
con cerebro, brazos y voz propios-, que se relaciona con las demás potencias
mundiales en pie de igualdad, en tanto poder económico, financiero, industrial,
cultural y social, comienza a resquebrajarse. El Brexit ha dinamitado la entelequia y ha señalado el fin de nuestras
utopías.
Porque la imagen ilusoria de fraternidad y cooperación que
debía caracterizar a los países que han querido formar parte de esa Europa sin
barreras, que unía en un destino común a las naciones integrantes, se desmorona.
El espacio Schengen se llena de alambradas y fronteras para impedir el paso por
donde iban ser caminos abiertos para la libre circulación de personas. Porque
entendemos por persona a nosotros mismos, no a los de afuera, a los otros, a los
distintos. Y esa ayuda entre personas y pueblos, basada en el respeto a la
dignidad de todo ser humano sin importar condición, como un valor irrenunciable
de la nueva Europa, ha sido negada en cuanto podía perjudicar nuestras
comodidades y a la tranquilidad a que estamos acostumbrados.
Dejamos, bajando los brazos y cerrando los ojos, que los que
huyen se ahoguen en nuestras playas –la culpa será entonces del mar- o los
desterramos a un tercer país que no se caracteriza precisamente por su
democracia y el respeto a los Derechos Humanos (Turquía), al que pagamos sus
servicios de manera generosa, antes que prestar socorro y poner en marcha
nuestras propias leyes de asilo. Acogemos, poniendo toda clase de trabas, a un
número ínfimo de afortunados, escogidos para lavar nuestra conciencia y
disimular la hipocresía cínica de nuestra actitud. Es así como la mayor crisis
humanitaria de las últimas décadas, con esa presión migratoria que golpea
nuestras puertas para huir de la miseria, el hambre y las guerras, nos ha hecho
renunciar de aquellas utopías que pensábamos estaban al alcance de la mano y
nos hacían mejores.
Un problema humanitario ha hecho que Europa en su conjunto
entre en crisis existencial como proyecto político y que los populismos más
reaccionarios y xenófobos adquieran capacidad decisiva en muchos países. Los
nacionalismos radicales y excluyentes catalizan el descontento y el temor que
provocan estas crisis económicas y humanitarias. Y hacen que las personas, tanto
a título individual como colectivo, desconfíen y rechacen a los inmigrantes por
considerarlos presuntos delincuentes e, incluso, terroristas camuflados. La
utopía de una convivencia pacífica, en sociedades de pluralidad racial,
cultural, religiosa y social, se ha visto alterada a causa de los miedos
inducidos por causas ideológicas o cálculos inhumanos de cada país y su
dirigencia política, que buscan réditos políticos, estratégicos o económicos. Sólo
así se explica que, además de mayores privilegios económicos, Inglaterra decidiera
dar portazo a Europa para librarse de los inmigrantes. Quieren poner puertas al
mar.
La crisis existencial de Europa, desde Grecia al Reino
Unido, ha estallado ante nuestras narices a causa de esos egoísmos y avaricias que
no hemos podido extirpar de nuestras personas, nuestros países ni de un
continente que soñaba con ser más fuerte, más justo y más próspero que sus
estados miembros, pero que, al final, ha demostrado ser el lugar donde cada
cual defiende sus particulares intereses y saca provecho de su relación con los
demás. Hemos demostrado que nos comportamos de igual manera, movidos por los
prejuicios, seamos individuos, países o Europa Unida. En cada uno de esos
ámbitos actuamos con intolerancia hacia los desfavorecidos, a quienes
rechazamos y tratamos de aislar en guetos, en nuestras ciudades, nuestros
países o en esta Europa que los envía a Turquía para que se mueran de asco y
aburrimiento o retornen a sus países de origen.
Europa ha fallado como proyecto continental orientado al
bien común por no saber abordar, respetando sus propios principios éticos
fundacionales, esta crisis humanitaria que ha estallado a su alrededor. Pero
también ha fracasado con la crisis económica, cual avaro miserable, al
priorizar reglas fiscales y amenazar con la expulsión a quienes no las
cumplan, dependiendo de la importancia y el peso político del deudor. Los
acreedores continentales radicados en Alemania no han dudado en infligir
fuertes castigos a países pobres y periféricos, como Grecia, sin importarles el
sufrimiento y el empobrecimiento que causaban a la mayor parte de su población.
Se aseguraban el cobro de lo prestado frente al alivio y posibilidad de
progresar de los helenos. Sin embargo, esos mismos incumplimientos fueron
ignorados en la propia Alemania, en el pasado, y ahora por Inglaterra, de la
que lamentamos su marcha. A Grecia la amenazábamos con echarla pero del Reino
Unido nos duele que lo haga, a pesar de haberle consentido, incluidos muchos privilegios,
lo que no permitíamos a la primera. Somos hipócritas también como países y como
proyecto supranacional.
Del Grexit al Brexit sólo se deduce cinismo, avaricia,
intolerancia e hipocresía, no buen gobierno, solidaridad y el bien común. De
las amenazas a las lamentaciones sólo emerge la Europa de los mercaderes,
la que obliga a incluir en las constituciones de los países débiles la
prioridad del pago de las deudas a la provisión de servicios sociales a sus
nacionales. La que expulsa a los inmigrantes pero abre las puertas a los
capitales aún manchados de sangre. La que, como nosotros, no quiere “moros”
habitando en nuestros barrios, pero bendice la llegada de jeques a las
urbanizaciones más selectas y a los casinos más exclusivos. No quiere personas,
quiere dinero.
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