Sevilla es una ciudad hermosa y, como tal, sumamente coqueta. Se había emperifollado a conciencia para recibir la visita de Barack Obama, el primer presidente de los Estados Unidos de América que se dignaba pisar estos adoquines, limpiando sus calles de cacas de perro y colillas y trasladando a las afueras a vagabundos y gorrillas que estropean la instantánea. Las autoridades y demás prebostes habían ensayado el recibimiento al estilo “Bienvenido Mr. Marshall” con que todo pueblo colonizado de la periferia muestra su alborotado afecto y sumisión al jefe del imperio. Pero, a última hora, todo se frustró. El presidente canceló su fugaz visita a la ciudad de las maravillas por culpa de un desequilibrado compatriota suyo que asesinó a cinco policías en Dallas, famosa metrópolis americana donde también asesinaron, hace décadas, a uno de los Kennedy, el que fue presidente como Obama, pero blanco y mujeriego. Y es que los norteamericanos tienen un problema no resuelto con los negros y las pistolas, es decir, un conflicto racial y armamentístico que no acaban de abordar definitivamente. Son muy libres para preferir las consecuencias de sus neuras antes que recortar unas libertades que les permiten defenderse hasta de ellos mismos. Un trastorno que ni el psiquiatra Rojas Marcos, médico español afincado en Nueva York, ha conseguido tratar eficazmente.
A pesar de todo, Obama vino a España, de vuelta de una
cumbre de la OTAN
en Varsovia (Polonia), y estuvo lo suficiente para estrechar la mano del rey
Felipe VI, entrevistarse con Rajoy, el autista presidente de Gobierno en
funciones, y pasar revista a sus tropas (las norteamericanas, no españolas) en
la Base Naval de Rota (Cádiz), verdadero motivo de su visita relámpago. Allí comprobó
el buen estado de las instalaciones y del material atrincherado (barcos,
aviones, radares, armamentos, soldados) que sirven de escudo para la defensa
exterior de EE.UU. y, de paso, de Europa. Muy contento con que le prestemos
espacio y ayuda subalterna a sus bases militares, Obama agradeció a España su
inquebrantable amistad como aliado fiel y expresó sus deseos por que pronto
consigamos formar gobierno y nos dejemos de tonterías. Y se fue como vino:
volando.
Pero en Sevilla nos quedamos con un palmo en las narices.
Tan hermosa, tan coqueta… para nada. Las alcantarillas limpias, los ladrones
locales a buen recaudo, los macetones replantados con flores esplendorosas y
las farolas con todas sus luces repuestas… para, al final, llevarnos esta
desilusión, este desaire del mandamás mundial. Hasta el nuevo helado inventado
expresamente para la ocasión, con forma de hamburguesa y sabor insospechado, se quedó
“congelado” en la nevera. Tuvimos que volver al tuttifrutti nacional, en medio
de un calor zahariano, con Rajoy exigiendo que le dejen gobernar y la oposición
contestándole que se vaya a casa, que es donde mejor puede estar. Quiere
decirse que volvemos a lo de siempre, a nuestras pequeñas luchas cainitas y a
las zancadillas de colegiales por evitar que otros consigan lo que nosotros no
podemos.
El único que no pierde la fe es el alcalde de la ciudad,
Juan Espadas, que tiene más moral que el alcoyano. Ante la frustrada visita del
emperador, opta por remitirle una carta para renovarle la invitación de visitar
Sevilla cuando buenamente pueda. Y es que los gastos invertidos en tanto decoro
y engalanamiento urbano, del que se esperaban miles de “impactos” publicitarios
gratuitos urbi et orbe, deberán ser amortizados de alguna manera, aunque sea
más tarde de lo previsto y cuando Mr. Obama ni siquiera sea presidente, sino un simple “ex” muy
prestigioso y aplaudido como conferenciante y asesor de sus intereses. Sevilla,
como cualquier mujer despechada, no se rinde y aspira a consumar su encuentro
con ese hombre alto, moreno y poderoso por el que bebe los vientos. Porque así es
ella: coqueta, terca y rencorosa. Obama no sabe bien a quién le ha hecho un
feo…
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