Todos los partidos expresan su rechazo a unas terceras elecciones generales en España si ningún candidato consigue reunir la mayoría suficiente para formar Gobierno, pero al mismo tiempo descartan tácitamente, sin especificar cómo, revalidar en el Ejecutivo al Partido Popular, formación que ha logrado la minoría mayoritaria, con 137 escaños, de un Congreso de 350 Diputados. Ambas posturas (impedir que gobierne el PP y descartar nuevas elecciones) son contradictorias: o se favorece siquiera indirectamente que Mariano Rajoy consiga la investidura o nos vemos abocados a acudir por tercera vez a las urnas, posibilidad indeseable donde las haya.
El país lleva medio año con un Gobierno en funciones que no
puede tomar iniciativas y se limita a administrar el día a día en la Administración del
Estado, aplazando, por consiguiente, asuntos de una relevancia capital para los
intereses nacionales. Si hubiera que convocar nuevos comicios, no daría tiempo
de elaborar ni tramitar, antes de finalizar el año, la ley más importante del
país, la de los Presupuestos del Estado, lo que obligaría, en unas
circunstancias realmente difíciles, a prorrogar los actuales para el próximo
curso. Ello acarrearía la congelación del gasto (salarios de funcionarios,
pensiones, etc.) y la parálisis de nuevas inversiones (obra pública,
contratación de personal, etc.), todo lo cual afectaría negativamente a la
incipiente recuperación que parece percibirse en nuestra economía. Todas las
formaciones políticas son conscientes del peligro que entrañan nuevas
elecciones, de ahí esas constantes promesas de que harán lo posible por
evitarlas. Pero, ¿cómo resolver la paradoja de no verse en la necesidad de
nuevas elecciones y negar, simultáneamente, todo apoyo a la formación de
Gobierno? Los líderes de los partidos guardan sus cartas para la negociación
que Rajoy ha de entablar necesariamente con todos y cada uno de ellos. El juego
y los “faroles” que se marcan los jugadores no han hecho más que empezar.
Lo cierto es que la aritmética parlamentaria deja pocas
opciones y todas son malas, por lo que no habría más remedio que adoptar y
aceptar la menos mala de ellas. Lo lógico sería que el PP consiguiera el apoyo
de las formaciones afines ideológicamente (Ciudadanos y partidos nacionalistas)
para aglutinar una mayoría absoluta que le permitiera gobernar en solitario o
en coalición. Pero si, tal como se plantea en el inicio de las conversaciones,
sólo obtiene la abstención de Ciudadanos y el rechazo del resto de los grupos
parlamentarios, Mariano Rajoy no podrá ser presidente de Gobierno. Por otra
parte, puede que, ofreciendo la luna y apurando hasta el infarto los tiempos,
consiga sumar la abstención del PSOE a la de Ciudadanos, lo que posibilitaría
al Partido Popular aglutinar una mayoría simple con la que formar un Gobierno
en minoría y dependiente de acuerdos parlamentarios para cada iniciativa que
pretenda impulsar. Tal parece la única solución factible. Aunque no lo ha
reconocido explícitamente aún, parece decidido que el PSOE se abstenga en la
segunda votación de investidura del candidato conservador en vez de explorar
algún acuerdo de Gobierno con Podemos, la formación emergente que le negó tal
posibilidad en diciembre pasado. En tal caso, actuaría con coherencia y responsabilidad,
pero lo tendría que explicar pedagógicamente a sus votantes y rebatir
constantemente la lluvia de críticas que recibirá desde la izquierda demagógica
que ansía fagocitarlo. La responsabilidad de los partidos pasa en estos
momentos por buscar la fórmula que evite una tercera repetición de las urnas.
Aparte de las consecuencias desastrosas ya apuntadas, nuevos comicios no harían
más que retrasar y profundizar este embrollo, endosando a los ciudadanos una
solución que no atiende a lo ya expresado en las urnas por dos veces
consecutivas: fragmentación parlamentaria, hartazgo de la población, medible
por la abstención, y parálisis institucional. Caldo de cultivo ideal para los
populismos de derechas e izquierdas y motivo para una mayor desafección política
de los ciudadanos.
Por si fuera poco, todo ello conllevaría que la democracia
como sistema también acabara viéndose deteriorada por una situación que se
produce, realmente, por la falta de entendimiento de las fuerzas políticas y su
deplorable incapacidad para acatar la voluntad ratificada en las urnas de los
ciudadanos. Un deterioro en la calidad de nuestra democracia que se percibe
sobre todo en un Parlamento que no puede controlar al Gobierno, como debía ser
su función, por cuanto no hay gobierno que controlar, y en que el que continúa
provisionalmente en funciones se niega a reconocer la legitimidad de un
legislativo que no es el que lo ha investido. Esta confrontación entre poderes
del Estado socava la credibilidad de la democracia y la confianza en las
instituciones. La actual situación de impasse
brinda, de esta manera, munición a los enemigos del sistema, facilita las
actitudes demagógicas y populistas de los que son expertos en pescar en río
revuelto para asaltar el Estado de Derecho con fines espurios, e irradia
incertidumbre a unos mercados y poderes económicos que aprovechan cualquier
circunstancia para imponer nuevas restricciones que favorezcan sus ganancias.
No queda, pues, más salida que formalizar de una vez un Gobierno que, aún en minoría,
suponga estabilidad política y fijación del rumbo a seguir para los próximos
años por nuestro país.
No son aconsejables, por tanto, nuevas elecciones ni
necesariamente estamos abocados a ellas si los actores que han de resolver el
asunto actúan con responsabilidad. Tienen que ponerse a negociar, pactar y
acordar ese compromiso menos malo para España y los intereses de los españoles.
Todo lo demás es monserga irresponsable que no se comprende en partidos, viejos
o nuevos, que dicen perseguir el beneficio conjunto de los españoles y el bien
común. Es hora de que lo demuestren de una vez.
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