Sin negar la existencia de enormes problemas y dificultades que aquejan a buena parte de la sociedad española (desempleo, desahucios, hambre, etc.), hay que reconocer que la mayor parte de las veces nos dedicamos a mirarnos el ombligo sin percibir que otras personas sufren situaciones aún más lacerantes e ignominiosas que las que nos afectan. Pensamos que nuestros problemas son mayores y aún más graves que los que asolan a otras partes del mundo, vecinales de nuestro país. Ello nos induce, no sólo a portarnos como egoístas y escatimar toda ayuda que creemos merecer antes que nadie, sino también a no ponderar en su justa medida los recursos de socorro que disponemos y las redes que nos protegen de males aún peores. Nos miramos el ombligo y no vemos nada más.
Es cierto que en España hay muchas personas, hoy en día, que
pasan hambre, que no tienen donde dormir y que carecen de recursos o de trabajo
para satisfacer sus necesidades básicas. No hay que salir de nuestras ciudades
para encontrar gente buscando en la basura, conocer individuos que no tienen
techo y duermen en la calle, o familias enteras que no hallan trabajo y acusan
entre sus miembros los zarpazos de la pobreza, la marginación y las
desigualdades sociales. No soy tan ciego para negar que tenemos serios y graves
problemas a los que hemos de enfrentarnos. Ni tampoco tan sectario para pensar
que soportamos la peor de las maldiciones que sumen a nuestro país en la
miseria. Entre un extremo y otro se ubica una realidad en la que todo lo que
hagamos parecerá poco para abordar situaciones inconcebibles en un país rico y
moderno como el nuestro.
Hay que reconocer, sin ningún espíritu conformista, que
afortunadamente disponemos de ciertos auxilios públicos que intentan paliar
esas situaciones. Aliviarlas en lo posible y dar algún consuelo cuando no hay
nadie para ello, ni siquiera familia, y más se necesita. Existen comedores
asistenciales en los que se ofrece un plato caliente a quien no puede
procurarse alimento, unas urgencias hospitalarias en las que resuelven
cualquier dolencia aguda de tratamiento inmediato e incluso albergues municipales
que libran de la intemperie a quien no
tiene techo. Ninguna de estas medidas paliativas es del agrado de nadie, menos
aún de quien está abocado a depender de ellas. Pero, cuando menos, prestan
algún alivio en unas situaciones minoritarias de extrema necesidad. Con todo, insisto,
hay que seguir luchando por erradicar completamente estas lacras de nuestra sociedad.
Pero sin perder la perspectiva. Porque los niveles de
pobreza en España, entendida ésta como la carencia de los bienes necesarios
para subsistir, no son equiparables a los que contemplamos en los países
subdesarrollados del Tercer Mundo. Cuando en los medios de comunicación,
especialmente durante las campañas electorales, aparecen noticias acerca de que,
por culpa de la crisis, muchos no pueden ir de vacaciones, tienen dificultades
para hacer frente a los vencimientos de una hipoteca o viven a expensas de las
aportaciones económicas de padres o abuelos, tendemos a considerar que ello
obedece a un empobrecimiento que se extiende por amplias capas de la población.
Comparados con el dispendio en épocas de economía boyante, los problemas que
nos aquejan, a causa de unas medidas de austeridad que se ceban sobre los
sectores de población más indefensos, tienden a ser considerados insoportables
e injustos por cuanto nos conducen a un atraso en térmicos económicos y
sociales. El mantenimiento de tales medidas de austeridad y limitación material
puede acarrear la exclusión social y la marginación en quienes las sufren. Y
hay que combatirlas con denuedo pero percibiendo con claridad a lo que nos
enfrentamos.
Porque, a veces, confundimos pobreza con la dificultad para
disponer de teléfonos móviles, irnos de vacaciones a un destino turístico o
poseer un automóvil para acudir a la universidad. Nos consideramos pobres
cuando nuestros recursos nos impiden actualizar el vestuario con la última
moda, mantener la calefacción encendida durante todo el invierno o enviar a
nuestros hijos a un colegio privado o concertado e, incluso, a un campamento de
verano. Somos pobres si no cambiamos de coche regularmente, si no visitamos un
restaurante alguna vez al mes o si no acudimos con relativa frecuencia a visionar
un espectáculo (cine, teatro, etc.). Nos sentimos pobres si carecemos de
Internet o cualquier artilugio electrónico de moda, no adquirimos una vivienda
en propiedad o no utilizamos la tarjeta de crédito para comprar mensualmente en
unos grandes establecimientos.
Cuando la educación y la sanidad están garantizados
universalmente, y gran parte de las necesidades en alimentación, vivienda,
ropa, agua potable e higiene también están cubiertos con más o menos
limitaciones, declararnos pobres responde a la actitud de quien sólo se mira el
ombligo y desdeña lo que sucede a su alrededor. Comparados con los que de
verdad carecen de los bienes necesarios para subsistir y no disponen de lo
necesario para la supervivencia humana, como sucede en países cercanos
geográficamente al nuestro y de los que huyen, jugándose la vida, esos
refugiados que imploran nuestra ayuda, nuestros pobres resultan ser unos
privilegiados movidos por el egoísmo o la ignorancia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario