Fue así como, aprovechando la excusa de una grave crisis
financiera de los bancos, se implementaron reformas neoliberales que, más que
paliar la crisis, han servido para desmontar, reduciéndolos a su mínima
expresión, los servicios públicos y las ayudas sociales que eran financiados
por el Estado. Se les consideró “gasto” innecesario e insostenible. No
contentos con ello, las fuerzas del Capital obligaron a desregular el mercado e
introducir una precariedad laboral y salarial que ha conseguido que el poco
empleo que genera sea insuficiente, mal remunerado, temporal e incapaz de
aportar las cotizaciones que sostienen la solidaridad intergeneracional; es
decir, las jubilaciones.
Una Reforma Laboral letal para el trabajador y la
liquidación parcial del Estado del Bienestar han posibilitado que el
empobrecimiento se instale entre las clases medias y en las más desfavorecidas
de la sociedad en el curso de unos pocos años, sin causa objetiva que lo
justifique, salvo la avaricia y ese afán desmedido de enriquecimiento de los
detentadores del dinero y de la élite empresarial y financiera. Y con el apoyo
imprescindible, no hay que olvidarlo, de políticos y políticas favorables a los
intereses neoliberales de los pudientes.
Sin embargo, de tanto exprimir a los humildes (que no pueden
eludir la presión mediante paraísos fiscales) y de asfixiar la capacidad
económica de los trabajadores (por la precariedad integral a que se les somete),
la situación puede resultar contraproducente para los que creen que así
multiplican sus beneficios. Sin capacidad de gasto, el consumo tiende a
deteriorarse de tal manera que la actividad económica se contrae y la ansiada
recuperación se eterniza como una ilusión jamás satisfecha. Las consecuencias
de un empobrecimiento generalizado de la población y de la inestabilidad
laboral son conocidas de antiguo. Más que una conquista de los trabajadores, la
regulación de la jornada laboral estableciendo períodos de ocho horas para el
trabajo, ocho para el ocio y ocho para el descanso, junto a la garantía de unas
retribuciones dignas, fueron una concesión derivada de la Segunda Revolución
Industrial para construir una sociedad del consumo, que exige capacidad de
gasto y tiempo para gastar. De lo contrario, unas industrias que accedieron a
la automatización y a la producción estandarizada, en serie y en masa, gracias
a la electricidad y el petróleo como nuevas fuentes de energía, podían quedar
paralizadas al no hallar salida a sus productos.
Hace falta, pues, una revolución laboral que restablezca las condiciones que protegen al trabajador frente al apetito insaciable de beneficio del empresario y el Capital, de tal manera que la riqueza que entre ambos producen –unos invirtiendo y otros con mano de obra- se reparta de manera equitativa para el desarrollo y el progreso de la sociedad a la que todos pertenecen. No es con la explotación sino con la colaboración cuando avanzan y se benefician entre sí los distintos colectivos que integran una comunidad. Hay que volver a firmar un nuevo contrato social que supedite la economía al servicio de la sociedad y no al revés, y para que el interés general prevalezca sobre el particular. En definitiva, para que la vida tenga un sentido más allá del meramente mercantil.
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