Grecia ha votado y ha mandado un mensaje claro y rotundo a Bruselas: NO más políticas de austeridad. La mayoría del pueblo heleno ha dicho OXI a las condiciones que querían imponer los acreedores de la deuda griega, Alemania el más importante de ellos. No es que se nieguen a pagar, sino que no pueden pagar una deuda que asciende al 180 por ciento de su PIB, y menos al precio que fija la “troika”: con paro, desigualdad, pensiones y salarios de miseria e impuestos desorbitados. No se puede recetar más pobreza a un pobre que apenas tiene para subsistir. De ahí que el triunfo del referéndum de ayer domingo haya sido tan amplio: más del 60 por ciento de los votantes prefirió el no.
Y, ahora, ¿qué? Ahora llega el tiempo de asumir el resultado
y sentarse a negociar. El primer ministro, Alexis Tsipras, parece entenderlo,
pues lo asume como “un mandato para una solución sostenible”. Distinta será la
interpretación que haga Europa, confiada como estaba en que el Gobierno griego
perdiera el “pulso” que le echaba con el referéndum. Para ello no dudó en propalar
amenazas y airear miedos apocalípticos sobre las consecuencias del “no”: expulsión
de la Unión Europea
y bancarrota total. Si esa fuera finalmente su reacción y permitiera la
materialización del famoso Grexit, la respuesta supondría el suicidio del sueño
europeo, el comienzo de la desintegración de esa experiencia política de unión
entre los países que forman parte de lo que geográficamente es Europa. Una
respuesta que evidenciaría que las instituciones europeas se han convertido en
un club económico elitista antes que en un instrumento para la construcción de la
gran potencia de Europa como ente social y político, además de económico,
diferenciado. Se ha jugado más Europa que Grecia en este referéndum, aunque los
griegos estén hoy en un limbo que nadie había previsto.
Ahora toca retomar las negociaciones, respetando la voluntad
de los helenos. Las posturas para ello no están tan distanciadas como parece,
ya que Grecia aceptaba la mayoría de las propuestas de la “troika”, pero exigía
una reestructuración de la deuda que le permitiera disponer de más tiempo para
afrontarla y una “quita” que aliviara su monto, ante la imposibilidad material
de poder saldar una deuda que es mayor que la capacidad de generar recursos del
país. No eran exigencias radicales ni tampoco lo son ahora, tras el referéndum
del domingo. Incluso figuran en el paquete de medidas que había elaborado el
FMI, pero que finalmente endureció por las presiones de Alemania, el principal
acreedor.
Hoy, precisamente, se reúnen Angela Merkel y Francois
Hollande en París para acordar los nuevos pasos a dar en esta nueva situación.
Alemania se muestra intransigente en su postura, no por imperativos económicos,
sino por política interna: la fracción conservadora del Parlamento le exige dureza
y los bancos alemanes rechazan cualquier solución que les impida cobrar los
generosos préstamos que concedieron a la Grecia despilfarradora de hace años. Es la conocida
maniobra del capitalismo moderno: privatizar beneficios y nacionalizar pérdidas.
También el Eurogrupo ha convocado una reunión de urgencia para fijar posición.
Toca, pues, negociar.
Negociar con la mentalidad puesta en los objetivos del gran
proyecto europeo, no con la mentalidad de burócratas prestamistas. Ahora toca
decidir si se permite a una parte de Europa salir de la encrucijada en la que
se encuentra, sin imponerle penurias que la condenen eternamente a la pobreza extrema.
Toca mostrar la solidaridad que anteriormente, en la historia del continente,
se tuvo con otros Estados en parecidas circunstancias, como la propia Alemania,
hoy tan arrogante y soberbia. Toca retomar el proyecto político de construcción de la Unión Europea , habilitando los
mecanismos económicos que lo hagan posible sin sacrificar a ningún miembro integrante.
Toca ser políticos, no economistas a los que hay que sentar detrás para que
asesoren, no para que decidan.
Existen demasiados riesgos, naturalmente. Cada país conoce
los que le afectan. España y otros que también han sido rescatados a cambio de
dolorosas políticas de austeridad no desean que el ejemplo griego los deje en
evidencia: la evidencia de que otra política económica es posible, sin machacar
a la población. Tampoco los acreedores quieren el precedente de poder
desentenderse de una deuda contraída. Ambos temores son fácilmente vencibles:
rectificar las medidas de austeridad, como de hecho está haciendo en España, en
plena campaña electoral, Mariano Rajoy ante la posibilidad de perder en las próximas
elecciones, y reestructurar deudas inasumibles, como de hecho también
hacen los Estados con bancos y otras entidades financieras privadas declaradas
insolventes y ayudadas con dinero público, a costa del contribuyente. Grecia
exige idéntico trato.
Ahora toca demostrar razón de Estado, sensatez y respeto a la democracia:
por encima de la voluntad de un pueblo no puede haber ningún condicionante económico
o mercantil. Si Grecia se expulsa de Europa, una imposibilidad física y
metafísica, es que esa Europa
que se está construyendo no merece la pena. Sería, si llegara el caso, para que
otros también se lo pensaran y la siguieran al extrarradio de una comunidad con
euros pero sin alma.
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