Mientras tanto, los helenos, a pesar de haber votado que no
aceptaban las condiciones de los acreedores, vuelven a la mesa de negociación
con voluntad de cumplir los requerimientos que exigen los que prestan dinero. Y
estos, tras recibir la bofetada del referéndum, están dispuestos a “vengarse”
endureciendo los requisitos para el préstamo: mayores recortes y más austeridad
aunque ello suponga la asfixia absoluta de un pueblo empobrecido y acorralado por
una crisis de causas y magnitudes inabordables. Pero así es el sistema en el
que se basa la economía de la mayoría de las naciones del planeta: capitalista
y de mercado. No hay escapatoria posible si quieres pertenecer al selecto club
de una Unión Europea que compite en la Primera División del comercio
mundial, cuyas normas son inapelables: la rentabilidad y el beneficio económico
como objetivos prioritarios a conseguir. Si de ellos se derivan consecuencias
favorables para el empleo, los salarios y el bienestar de los ciudadanos, mejor
que mejor, pero no es lo buscado. Por eso, cuando las consecuencias son las
contrarias, destrucción de empleo, reducción de salarios y limitación de
prestaciones sociales, los objetivos se mantienen intactos: la “sostenibilidad”
prevalece sobre todo. Es lo que están soportando los griegos con su interminable
negociación con Europa: tienen que asumir mayores sacrificios si desean seguir
recibiendo “ayuda” de sus “socios” europeos.
Dicen los entendidos que el problema griego es algo mucho
más complejo que el simple pago de una deuda. Nadie lo duda. Y que una maraña de
intereses geoestratégicos, con Rusia, EE.UU., Asia y Oriente Medio en sus nodos,
intervienen en ese escenario espectacular de la “gran” política, en el que la
economía es un mero instrumento de aplicación de un determinado modelo de
sociedad. En un mundo global, valga la redundancia, es evidente que todo
influye en todo, sea un estornudo o una guerra, y mil agencias de inteligencia
vigilan, controlan y manipulan hechos y percepciones, adecuándolos a sus
respectivos intereses. Tampoco ello constituye ninguna novedad.
Pero hablar de Grecia, aparte de un asunto geoestratégico, es
referirse al drama que viven sus ciudadanos. A ningún observador se le escapa
que la posición de Grecia en el tablero internacional es harto complicada. Está
situada en la frontera de otras cosmovisiones que, desde Rusia al mundo
musulmán pasando por China, colisionan cual fallas tectónicas con Occidente.
Nada de lo que suceda en la zona pasa desapercibido para los que otean el
presente y diseñan el futuro desde cada una de tales atalayas ideológicas de
seguridad. Que Grecia mantenga una deuda ingente con Europa no es asunto baladí,
ni para los griegos ni para Europa. Y menos aún para el imperio vigente, sus colonias
y sus adversarios, declarados u ocultos. El problema, pues, no se reduce al
pago o no de la deuda, sino si Grecia permanece o no como miembro de un
proyecto continental, si sigue siendo peón de una estrategia militar y si continua
integrado en el esquema occidental de una tupida red de intereses en juego. De
todo ello se discute en Bruselas a la hora de resolver la actual insolvencia de
Grecia.
Y eso es lo que obsesiona a los sesudos analistas de la “gran”
política. Pero a los que soportan las consecuencias de estas “batallitas”, a
los ciudadanos helenos que hacen cola frente a los cajeros de los bancos, lo
que les importa son el empobrecimiento al que conducen estas políticas, los “corralitos”
en que los encierran y la desesperanza con la que tiñen su futuro inmediato. Que,
en semejantes circunstancias, voten “no” en un referéndum tramposo e inútil, que
jugaba con sus sentimientos, era predecible, pero no tanto como para prever la
contundencia de la respuesta. De ahí la pregunta que nos hacíamos hace una
semana: ¿y ahora qué? Además de pagar, que por supuesto es algo indiscutible,
el interrogante se refería a qué va a pasar con el pueblo griego, empobrecido
primero por unos gobernantes sinvergüenzas y ahora por una Unión Europea que
defiende antes al capital que a las personas y se niega, en consecuencia, a dar
facilidades para el abono de la maldita deuda, a pesar de que una pléyade de
economistas deploren las medidas de austeridad que impone a rajatabla Europa e
instan “a la canciller Merkel y a la
Troika a considerar una corrección del rumbo, a evitar más
desastre y a capacitar a Grecia para permanecer en la Eurozona ”.
Cualquier visión del mundo bascula entre la percepción apocalíptica y la integrada, sin que ninguna de ellas sea excluyente o contradictoria, sino complementaria al responder a enfoques distintos. Pero ni los apocalípticos ni los integrados resuelven el problema de los griegos, por mucho que se afanen en procurarles explicación. Tras los análisis, en Grecia siguen sintiéndose pisoteados y humillados por estar endeudados sin saber cómo, por vivir en la frontera del imperio, por pertenecer geográficamente a un continente que experimenta y trata de construir un poder regional, por estar integrados en una alianza militar, por formar parte de la civilización occidental y por hablar griego en vez de alemán o inglés. Que sea la geoestrategia o el despilfarro de sus gobernantes la causa de sus miserias, les trae al pairo. Lo que desean es poder escapar de este infierno y que no se les niegue, con condiciones abusivas y plazos imposibles, un porvenir de bienestar y estabilidad, sin padecer los castigos a que están sometidos en la actualidad, acorralados en las orillas de
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