Justo cuando algunos que no lo han hecho en Europa y varios países de otros continentes parecían dispuestos a reconocer Palestina como un Estado más, soberano e independiente, resurge el terrorismo y vuelve a golpear a Israel. Toda una oleada de atentados se ceba sobre los israelíes para continuar con el juego macabro de la provocación y la muerte, que tan buenos dividendos brinda a los extremistas de uno y otro lado, a los “halcones” permanentemente dispuestos a dialogar con bombas, balas y fuego. Siempre que se acerca la paz, rebrota la violencia.
La última espiral sanguinaria se inició en junio pasado con
el secuestro y asesinato de tres adolescentes judíos en Cisjordania, lo que
provocó que, en venganza, varios israelíes quemaran vivo, un mes después, a
otro joven palestino, al tiempo que el Ejército de Israel emprendía la enésima
campaña militar en Gaza, que se salda con 2.000 palestinos y 70 israelíes
muertos en el fragor ciego del combate, y la destrucción de la mayoría de los
túneles que sirven de avituallamiento (de víveres y armas) a los habitantes de
aquella franja árabe, al sortear bajo tierra la frontera del vecino Egipto.
Cumplidos los objetivos para debilitar a las facciones
armadas palestinas que motivaron la Operación Margen Protector del Ejército de Israel,
las escaramuzas y las provocaciones han continuado siendo la forma de
relacionarse de ambas comunidades. Por un lado, un palestino atropella y mata a
varios peatones en Jerusalén antes de ser abatido por la policía. Otro día,
fuerzas israelíes matan por disparo a un palestino, dando lugar a fuertes disturbios
en la Explanada
de las Mezquitas. Luego, una serie de, al parecer, acciones individuales hace
que dos conductores palestinos, sin aparente conexión entre sí, lancen sus
vehículos contra las paradas del tranvía en Jerusalén, matando a cuatro
ciudadanos y un bebé israelíes antes de ser abatidos por las fuerzas de
seguridad. La tensión se mantiene con la agresión que posteriormente sufre un
ultraderechista judío que exigía poder rezar en la Explanada de las
Mezquitas, lo que obliga a la policía a matar al agresor. También mata a
balazos a un palestino que blandía un cuchillo en otro incidente. Un soldado
israelí es asesinado tras ser atacado por un palestino en una estación de tren
y fallece una mujer judía acuchillada en Cisjordania por otro palestino. Los agresores
fueron muertos por la policía. Esta espiral continúa con el ataque, con
pistolas, porras y cuchillos, a una sinagoga en Jerusalén en la que caen
asesinados cinco israelíes, antes de que los dos palestinos agresores fueran finalmente
eliminados por las fuerzas de seguridad desplazadas al lugar de los hechos.
Ante esta violencia, la nación judía muestra su rabia contra
los que asesinan a su gente y contra los que muestran equidistancia frente a un
fenómeno que debe generar el rechazo más absoluto y contundente. Frente a estos
hechos, nadie duda del derecho de Israel a perseguir y castigar a quienes
atentan contra las vidas y bienes de sus ciudadanos, aunque también debería mover
hacia una valoración, lo más fría y objetiva posible, lejos de la emotividad y
pasión inmediatas, de los acontecimientos y las circunstancias que causan o favorecen
de alguna manera esas reacciones desesperadas de venganza, odio, muerte y
destrucción. Hay que analizar las semillas que hacen posible el terrorismo para
evitar que germinen e invalidar de raíz cualquier excusa que pretenda
justificarlo. Entre otras razones, porque está comprobado que sólo con la
fuerza y las operaciones militares no se resuelve el problema ni se alcanza la
deseada paz en la zona.
De ahí que la iniciativa surgida en los últimos meses por
conseguir que se haga realidad el proyecto de un Estado propio palestino sea,
en contra de lo temido por Israel, una vía necesaria e ineludible para
conseguir la pacificación y la estabilidad en el Cercano Oriente. Suecia lideró
en Europa esta vía al ser el primer país de la Unión Europea que reconoció
oficialmente Palestina como Estado. Le siguieron Reino Unido e Irlanda, cuyos
parlamentos aprobaron proposiciones no vinculantes al respecto pero que representan
un fuerte carácter simbólico en esta dirección. Y ahora también lo hace España,
donde el Congreso, casi por unanimidad, insta al Gobierno a reconocer el Estado
palestino, con el apoyo de todos los grupos parlamentarios (319 votos a favor,
una abstención y dos noes). Europa como institución se suma a ese respaldo con
el apoyo de la nueva jefa de la diplomacia, Federica Mogherini, que asegura
perseguir tal logro durante el mandato que ahora comienza.
Pero no es una vía de pacificación fácil ni rápida. A pesar
de la progresiva aceptación de lo que debe ser una realidad en la que
participan dos Estados obligados a entenderse y negociar su convivencia
armónica en la región (Israel y Palestina), existen poderosas naciones
occidentales que le niegan ese estatus a Palestina. Alemania, Holanda y
Dinamarca son de las que, en la propia Europa, no reconocen esa posibilidad de
existencia de Palestina como Estado. Y la más poderosa de todas en el mundo, EE
UU, se alinea con la estrategia de Israel en contra de tal reconocimiento,
aunque muestra reparos a los métodos intransigentes de las autoridades judías y
a las ocupaciones de los territorios palestinos con colonias israelíes. Sin
embargo, todas las partes, incluidos los renuentes al reconocimiento, abogan
por la solución de los dos Estados. ¿Dónde surge, pues, la divergencia? En el
cuándo reconocer la realidad estatal de Palestina.
Para unos, debe ser fruto de las negociaciones de paz;
para otros, el inicio de esa negociación. Unos entienden que otorgarles el
reconocimiento como Estado sería una acción unilateral que contraviene el
espíritu de las negociaciones, pero otros están convencidos de que sólo desde
la consideración como iguales podrían alcanzar la deseada paz entre ellos, al
tiempo que se delimitan fronteras definitivamente, se aplican las resoluciones
de la ONU y
concluyen las ocupaciones territoriales por parte de Israel. Poco a poco, ante
el fracaso de la vía militar o la fuerza, se va imponiendo la del mutuo
reconocimiento y la negociación.
Pero cuando más cerca está la paz, resurge la violencia. Las
bombas y el terror aparecen para cobrarse, en los prolegómenos de la paz, vidas
humanas entre los bandos de un “conflicto” que lleva cerca de cien años en
permanente estado de guerra. La única manera de parar esta dinámica infernal es
evitar que los violentos determinen y boicoteen con sus acciones las
iniciativas de esperanza entre dos sujetos estatales dispuestos a entenderse y
convivir en paz. Por eso, el reconocimiento de Palestina no es el final de la
paz, sino el principio de ella. Toda la espiral de violencia descrita
anteriormente obliga a ello, a buscar la paz desesperadamente, incluso con la
generosidad del reconocimiento de la realidad como Estado de Palestina. No sería
una concesión, sino una conquista que evitaría más derramamiento de sangre en
una tierra bañada de ella. Porque ya es hora de la paz, es la hora de
Palestina.
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