Reconozco esta tendencia en mi carácter: elijo siempre a la parte más débil de cualquier confrontación. Es una actitud que procede de mi forma de pensar (el débil se enfrenta al poderoso espoleado por la razón o porque ya no soporta más abusos) y de mi personalidad: me considero perdedor, soy uno de ellos. Por tal motivo, si fuera militante socialista, yo hubiera votado a José Antonio Pérez Tapias, quien ayer cosechó el menor número de votos en las primarias que designaron a Pedro Sánchez Secretario General del partido socialista. Era el candidato que mejor me caía y mejor discurso construía, seguramente por su bagaje filosófico, más próximo a las ideas utópicas que al pragmatismo político que impulsa hacer lo que se pueda, no lo que deba. De igual manera, soy partidario de la causa palestina por su inmolación frente al poderoso Estado militar de Israel, de cuya arrogancia, crueldad e impunidad para asesinar tenemos sobradas muestras. Son dos ejemplos distintos y distantes que evidencian mis simpatías.
En el primer caso, serían muchas las lecturas que podrían
hacerse del proceso de primarias instaurado por el PSOE como mecanismo para la
elección de los cargos más importantes de una formación política y que afectan
al ciudadano, como son los del secretario que dirigirá el partido y el candidato
que propondrá en unas elecciones generales, autonómicas o municipales. Como
herramienta en sí de participación, abierta a todos los militantes no sólo a
los compromisarios, las primarias representan un paso positivo en pro de una
mayor democracia y transparencia en el funcionamiento de cualquier formación. Distinto
es la forma de seleccionar a los posibles candidatos, ya que, en el caso de los
socialistas, requiere el aval de un número importante de militantes, requisito
que sólo pueden cumplimentar los compañeros que sean muy conocidos en el
partido en función de su actividad orgánica o su puesto público. Es decir, salvo
honrosas excepciones, los candidatos siempre serán propuestas de los aparatos
burocráticos, decididos a renovar la “tarjeta de visita” con la que se
presentan a la gente para que nada cambie, como aconsejaba Lampedusa a través
de su personaje Tancredi en El Gatopardo
("Si queremos que todo siga como
está, necesitamos que todo cambie").
En ese contexto, la figura de un tercero en discordia, José
Antonio Pérez Tapia, resulta muy atractiva por provenir, no del aparato
oficial, sino de la militancia anónima que conserva la ilusión por unas ideas
de transformación, progreso y justicia en la sociedad, se adhiere a aquellos
viejos ideales socialistas de justicia, igualdad y libertad que todavía no han
sido pisoteados por los intereses del mercado y el sistema político que los
favorece. Este candidato era, a todas luces, el perdedor por utópico de una
confrontación que buscaba modificar antes el escaparate que la estructura del
PSOE, y en la que ha resultado vencedora la apuesta del aparato. Yo hubiera estado
entre los perdedores votantes de Tapias, satisfecho por haber tenido la
oportunidad de manifestar mis preferencias perdedoras de manera tan inútil.
En el segundo caso, me alineo con la causa palestina en el
conflicto que enfrenta a esta devastada “reserva” árabe con Israel y su
capacidad de fuego y destrucción, acorralada no sólo por un humillante muro de
separación, sino por la infestación de centenares de colonias judías con las
que se intenta “disolver” aquella población originaria del territorio. Estoy a
favor de la perdedora Palestina a pesar del execrable crimen de asesinar a tres
jóvenes judíos secuestrados y que ha dado lugar a un, a todas luces, excesivo “castigo”
que ya acumula cerca de 200 víctimas muertas por el impacto de las bombas de la
aviación israelí, en su mayoría civiles, no sobre Cisjordania, donde se produjo
el secuestro, sino en la Franja
de Gaza, donde gobierna el movimiento Hamás, enemigo acérrimo del Estado
sionista, aprovechando la ocasión para aniquilarlo o, al menos, debilitarlo.
Se trata de la enésima reactivación de un “conflicto” histórico
surgido cuando se dividió Palestina para fundar el Estado de Israel. Desde
entonces, a pesar de las numerosas conversaciones auspiciadas por la ONU o EE UU para lograr una
paz estable en la región, jamás ninguno de los radicales de ambos bandos ha
permitido que culminaran con éxito, mediante provocaciones e intransigencias recíprocas
que interrumpían las negociaciones. Pero siempre perjudicando a los palestinos,
únicos perdedores de la tierra, los recursos, los bienes y las vidas por el
dogmatismo y la cerrazón de los poderosos que pueden permitirse la inmoralidad
de pisotear al débil cada vez que les apetezca o convenga. Y ahora conviene
atizar a Hamás y arrasar las pocas poblaciones en las que malvive un pueblo que
parece ser culpable del holocausto judío, dada la crueldad y fiereza con la
que se le castiga. Frente al prepotente Israel, yo prefiero a los palestinos y
su causa perdida. Me lo exige mi moral y mi forma de ser.
Por eso, y con dos ejemplos basta, me atraen los
perdedores. Suelen tener la razón de su parte y la ética de su perdición. No vencen,
pero convencen, y sus convicciones arraigan más en el tiempo que los triunfos
materiales de los poderosos. La humildad de unos frente a la arrogancia de
otros no tiene comparación y hay que ser muy cínico para hacer de comparsa con
el ganador. Así que, puestos a decidir, yo escojo siempre al perdedor. No lo
puedo evitar.
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