El pueblo español ha dado muestras más que sobradas de su madurez democrática en estos últimos 37 años de vigencia de un sistema de libertades en nuestro país. Había conquistado la democracia después de pasar la más larga y desoladora noche de la dictadura franquista con un apetito que aún no se sacia de libertad y reconciliación para con todos, vencedores y vencidos. La madurez y la responsabilidad de las que ha hecho gala la ciudadanía en el ejercicio de sus derechos han convertido a España en un país políticamente estable, jurídicamente seguro y socialmente formal, más fiable que muchos otros de mayor “pedigrí” democrático en Europa. Ello se constata en el modo en que ha afrontado una crisis económica que ha encendido revueltas y revoluciones en otras latitudes, pero que aquí, lejos de generar algarabías callejeras y violencia incendiaria, ha servido para confirmar en el poder a los mismos que la provocaron con sus políticas de liberar todo el suelo como edificable, hinchar una burbuja inmobiliaria y permitir el enriquecimiento fácil y rápido, sin apenas control y menos aún regulación. Luego, cuando se difuminó el espejismo, se los mantuvo en el poder para que decidieran el empobrecimiento de una población sumisa y resignada a su suerte, aunque cada vez más frustrada por la persistencia de unos males que siempre castigan a los más débiles, sumiéndolos en una desafección que les impide votar siquiera a aquellas formaciones populistas o radicales que florecen cual setas en momentos de zozobra ideológica y nubarrones en el horizonte. No es un pueblo partidario de los experimentos.
Es por ello que los españoles se sienten plenamente capacitados
para ejercer su soberana voluntad democrática de manera mucho más activa que la
que le brindan los partidos políticos instalados en el sistema. Dada la
seriedad con la que cada cuatro años asumen su derecho con las urnas, ya sería
hora de depositar más confianza en el buen juicio de unos votantes tan
formalitos y centrados, justo cuando las formaciones políticas comienzan a
plantearse una confusa regeneración democrática con la que buscan recuperar la
credibilidad perdida. Todos los partidos del arco parlamentario ofrecen
alternativas de regeneración, pero ninguno afronta con rigor una verdadera
renovación de estructuras, aparatos, personas y procedimientos internos que los
vuelva más transparentes y democráticos ante los ciudadanos, únicos “auditores”
de su funcionamiento. Únicamente los partidos de izquierdas (PSOE e IU) han
comenzado a emplear el sistema de “primarias”
para la elección de determinados candidatos (a la secretaría general y
posiblemente para el cabeza de lista en unas elecciones generales), más bien
como estrategia en momentos de baja estima social que como sincera y permanente
voluntad de apertura hacia los militantes y simpatizantes. Las primarias
posibilitan la novedad de asistir al debate entre los candidatos de una formación
en el que confrontan pequeños matices del mismo proyecto para atraerse el apoyo
de sus correligionarios, sin despertar demasiado entusiasmo de puertas afuera
de la sede del partido. Pero algo es algo.
Sin embargo, queda mucho por hacer. La democracia española
aguarda una profunda reformulación que la transforme en un sistema mucho más
abierto y diáfano de lo que en la
actualidad es, pues se halla prácticamente prisionera de los partidos políticos
y de un sistema electoral rígido, complejo y limitado, que no “transcribe” con
fidelidad la expresión literal de la voluntad popular cuando se le consulta. Mientras
un bipartidismo favorecido por ese sistema conseguía mayorías claras para
alternarse en el poder sin ser cuestionado, la cosa funcionaba sin más
sobresaltos que el intercambio periódico de poltronas. Pero en cuanto surgen
amenazas a ese cómodo reparto del pastel entre dos que nunca disentían de la
“infraestructura” económica ni de la “superestructura” social que les convenía,
empiezan a aflorar los nervios y las ocurrencias a mitad de partido, como la
presentada por el Partido Popular para, por ley, elegir a partir de ahora el alcalde
de la lista más votada (en caso de minoría mayoritaria, se entiende). Ellos,
que se han coaligado con comunistas para evitar que gobiernen socialistas en
pueblos y comunidades autónomas, vienen ahora con supuestas normas de respeto a
los votantes. No lo hacen por prurito democrático, como argumentan con énfasis
sus áulicos portavoces, sino por el vaticinio certero de que perderán muchos
ayuntamientos y alguna comunidad de su feudo histórico por no lograr mayorías
absolutas. En tales circunstancias, un eventual acuerdo entre las demás formaciones
que configuran la oposición podría desalojarlos del poder. Demasiado poder
perdido como para andarse con chiquitas. De ahí que vendan esa reforma exprés de la ley electoral como una
mejora democrática que cumple las aspiraciones de los ciudadanos. Aluden a los
votantes con el nepotismo clásico de “todo para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Si de verdad se desease respetar los deseos de los
ciudadanos, lo suyo sería dejarlos decidir. Debieran ser ellos, y no los
partidos mediante una ley a conveniencia, los que se encarguen de señalar con
su voto al designado para cada puesto entre candidatos sometidos a una segunda
vuelta. Sería un sistema de “secundarias”
(por seguir jugando correlativamente con el término empleado en las primarias)
que le brindaría a los electores una segunda oportunidad para votar una terna
con las opciones de mayores posibilidades e incluso para cambiar de opinión
respecto a su primera votación. Las segundas vueltas en unas elecciones
favorecen la integración de intereses fragmentados en torno a una candidatura
exitosa, lo que obligaría a realizar negociaciones y acuerdos entre partidos y
candidatos para responder a las preferencias de los ciudadanos. Ello atenuaría
el voto dividido entre formaciones que comparten el mismo espectro ideológico.
Evidentemente, tal sistema no es del agrado de la derecha española,
representada en todas sus variantes -desde el centro hasta la extrema derecha-
por un sólo partido, el Partido Popular. Por eso prefiere que se respete la
lista más votada, no por una súbita susceptibilidad democrática. Más bien, al
contrario, muestra un desprecio supino a la madurez del pueblo español para
tomar decisiones que le comprometen y competen.
De esta manera se hurta al ciudadano la posibilidad
verdaderamente democrática de elegir entre ofertas que no consiguen mayorías
absolutas. Todo lo demás son aritméticas electorales diseñadas para conservar
el poder cuando los votos pueden decantar cualquier resultado, siempre
perjudiciales para quien detenta el poder. Tan democrático es que gobierne la
minoría mayoritaria como la coalición formada por el resto de las minorías.
Pero más democrático sería dejar que el pueblo decidiera entre los candidatos minoritarios
con mayores posibilidades en una segunda votación, aunque a la derecha le repugne la idea.
Y es que no hay convicción alguna para profundizar en la
democracia realmente. Si la hubiera, a estas alturas ya estarían establecidas
las listas abiertas para que los votantes escojan sin restricciones quién desea
que les represente. Parece inaudito que, 37 años después, los partidos no se
fíen de los ciudadanos y los obliguen a regirse por un sistema de listas
cerradas con el que votan a una lista de candidatos (papeleta electoral)
elaborada por los partidos, sin posibilidad de alterar el orden ni las
preferencias. Son listas bloqueadas que sólo posibilitan el todo o nada. Las
listas abiertas, que significarían unas terciarias entre las posibilidades de
regeneración que estamos exponiendo, darían oportunidad a los ciudadanos de
votar al candidato conocido en su demarcación, no a una lista de políticos en
su mayor parte desconocidos y ajenos a los problemas de la circunscripción por
la que se presentan. La lealtad de los candidatos de una lista cerrada es hacia
el aparato del partido que los incluye en la papeleta, no para con los votantes
a quienes deberían representar, ganarse su confianza y atender sus
requerimientos. Poder establecer la preferencia entre candidatos de una lista abierta
es un sistema que ya rige en España para las elecciones al Senado, pero no para
el resto de elecciones, y que está establecido en países como Suiza, Estados
Unidos, Luxemburgo, Brasil, Italia, Finlandia y otros.
Es evidente que el sistema de listas abiertas supone una
mayor transparencia y una más activa participación del ciudadano en la elección
de sus representantes, pero resta protagonismo a los partidos políticos para
distribuir puestos a su antojo. Sería una terciaria
que acentuaría la soberanía democrática en quien la posee, el pueblo español, y
no en esos meros instrumentos de participación que son los partidos políticos.
Por eso, puestos a “pulir” nuestra democracia con reformas
que la fortalezcan, sería conveniente no limitarse en instaurar primarias, sino
continuar también con secundarias y terciarias que propicien la adhesión y
la credibilidad de la ciudadanía en su sistema político. De lo contrario se
corre el riesgo de tirar por la borda todo lo bueno y positivo que la
democracia nos ha deparado y que se resume en una palabra: libertad.
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