Hasta llegar a la cesárea (que no es un aborto, sino un
parto), Beatriz tuvo que batallar legalmente ante las máximas instancias
judiciales de su país, El Salvador, en busca de amparo ante la Corte Constitucional
y la Corte
Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para que le
permitieran abortar a causa del peligro que suponía para su vida ese embarazo,
según habían advertido sus médicos. A pesar de tales recomendaciones, los
médicos tampoco podían hacer nada y menos aún practicar un aborto terapéutico
pues la misma ley que penaliza la interrupción del embarazo también castiga con
cárcel al facultativo que lleve a cabo tal intervención, aunque sea para salvar
la vida de una madre.
Dos meses tuvo que aguardar Beatriz para conocer el fallo
del Alto Tribunal, consistente en rechazar la solicitud por ser contraria a la Constitución. Y es
que en El Salvador, un país de centroamérica, está prohibido abortar bajo
ningún concepto y la Carta
Magna así lo recoge en su articulado. Dos meses en los que el
embarazo siguió su curso y agravaba el estado de salud de la madre. La
instancia judicial continental a la que también había recurrido, la CIDH , concedió el último día
de mayo pasado el amparo solicitado, exigiendo además a El Salvador que
aceptara el cumplimiento del tratamiento médico recomendado de interrumpir el
embarazo. Toda una batalla legal para permitir un acto médico que debería
situarse por encima de consideraciones morales y que, por suerte para la
desgraciada mujer, la naturaleza se encargó de resolver.
Beatriz, ingresada durante ocho semanas en un hospital por
las complicaciones de su embarazo, empezó con contracciones y hubo necesidad de
practicarle una cesárea para facilitar el alumbramiento. El niño nació con la
anencefalia (sin cerebro y, por tanto, sin el mínimo soporte neurológico-estructural
para la vida) ya diagnosticada y sólo sobrevivió cinco horas. Los médicos creen
que no sufrió por la ausencia del hipotálamo, pero se sometió a un tormento
indescriptible a la madre por consideraciones legales basadas en
fundamentalismos morales y creencias personales que en nada deberían haber
condicionado la actuación de la ciencia médica.
Es esa intransigencia fundamentalista la que ejerce una crueldad
inhumana de carácter criminal al imponer su criterio –muy respetable en el ámbito
individual- al conjunto de la sociedad mediante leyes irracionales que pretenden
tutelar el comportamiento de los ciudadanos basándose en cuestiones religiosas.
Salvo los médicos, nadie atendió los requerimientos de una madre en grave
peligro vital ni hizo nada para que prevaleciera su derecho a vivir. Antes al
contrario, tanto ella como los profesionales sanitarios que la atendieron,
sufrieron enormes presiones de los sectores más ultraconservadores, de las
organizaciones antiabortistas y de la Conferencia Episcopal
de El Salvador, que se oponían radicalmente a que se interrumpiera el embarazo,
aunque fuera para salvarle la vida. En todas las misas de domingo, por ejemplo,
la Conferencia
lanzó una campaña para que se sermoneara sobre el derecho a la vida y sobre el –supuesto-
respeto a los derechos humanos que decía defender la Iglesia salvadoreña. Preferían
muerto a un adulto nacido que malograr la improbable existencia de uno por
nacer. Puro fundamentalismo.
Confunden lo legal, lo científico y lo moral, planos que ya
se encargó de aclarar Juan Masiá Clavel, sacerdote jesuita y profesor de bioética
de la Universidad
católica Sophia, de Tokio, y tratan al conjunto de la población cual menores de
edad que participan de su misma ignorancia. Una despenalización legal del
aborto (de la que España precisamente hace renuncia movida por idéntico
fundamentalismo) no significa una justificación moral del mismo ni una definición
científica del momento en que se inicia una nueva vida, sino que determina el área
de protección de un bien jurídico. Pero, para los creyentes, pecado y delito es
lo mismo, y presionan a los gobiernos para que impongan mediante leyes esa aberración conceptual
al conjunto social, sin respetar opiniones disientes ni la laicidad del Estado.
Y en una clara actitud hipócrita, esos sectores
fundamentalistas que pregonan la defensa de la vida del nasciturus, no muestran semejante apoyo a leyes que ahora se
recortan o eliminan por motivos contables y de las que dependen la crianza,
sanidad y educación de niños con malformaciones o abandonados, familias en
riesgo de exclusión, etc. Incluso, en el colmo de la contradicción, manifiestan
su simpatía por la pena capital en determinados delitos francamente abominables.
Y es que, más que abanderar una actitud moral, están intentado imponer
criterios ideológicos.
Detrás de Beatriz en El Salvador –y en otros lugares del
mundo- hay millones de mujeres en situaciones parecidas, a las que se les hace
sufrir y arriesgar la vida por fundamentalismos morales que cercenan la
libertad de las personas, coaccionan la actuación de la ciencia y obstaculizan
la independencia y neutralidad de las leyes, todo ello en detrimento de los más
desfavorecidos y desafortunados. Porque, como reconoce Sara García, la psicóloga
que ha asistido a Beatriz, “las ricas abortan, las pobres se desangran”. Un problema sin resolver. La ley
sigue prohibiendo abortar en El Salvador y próximamente lo hará muy restrictivo
en España. Puro fundamentalismo globalizado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario