En política y economía se recurre a vocablos ambivalentes
que dulcifican la dureza de las medidas que se quieren implementar para así
evitar su rechazo o la contestación de los que han de acatarlas. José Luis
Rodríguez Zapatero, el anterior Presidente del Gobierno, no utilizó la palabra
crisis hasta que la “desaceleración económica” le obligó efectuar la mayor
reducción del gasto jamás acometida hasta ese momento en el país. Y, hoy, es
Mariano Rajoy, el actual inquilino del Palacio de la Moncloa , quien insiste
machaconamente en el término “ajustes” para describir los recortes que está
realizando en todas las partidas presupuestarias, con tal de reducir el déficit
de las cuentas públicas al porcentaje (4,4% del PIB) que decide Bruselas o, más
concretamente, Alemania, país que controla el “grifo” de la financiación a
través del Banco Central Europeo. Por eso se le obedece sin discusión.
Y para que los ciudadanos no cuestionen tales iniciativas,
el Gobierno (cualquier gobierno) se escuda en las palabras para hacer más
digerible el purgante, pues las palabras nos embozan la realidad. Es por ello que los
“recortes” que nos empobrecen se tornan “ajustes” cuando hay que convencer a
la población de su necesidad, y la “eliminación” o limitación de determinados
servicios sociales se convierten en “reformas” que aseguran su
“sostenibilidad”. Así es, por ejemplo,
como la “reforma” de la educación y la sanidad contempla un recorte de 10.000
millones de euros, la no prestación sanitaria a los inmigrantes, el copago farmacéutico
a los pensionistas y el despido de miles de profesores interinos. Una vez más,
el lenguaje sirve como instrumento para enmascarar el mayor recorte al Estado
de Bienestar de la historia en España, sin que ello cause sonrojo. Es más, se
repite hasta la saciedad el uso inapropiado de cualquier vocablo o idea en la
confianza de que acabará siendo interpretado de acuerdo con la intención del
que lo propala. Una mentira mil veces repetida no cambia la realidad, pero sí
su percepción, como es harto sabido.
Pero mucho más grave que este abuso del lenguaje es el
vaciamiento que se comete con conceptos que han perdido su significación para
representar lo que al usuario le conviene, haciendo ininteligible el debate
público. Se trata de una crisis del vocabulario, que pasa totalmente
desapercibida, con fines espurios. Socavar la cohesión social en nombre de la
libertad (de mercado) sólo fortalece al estamento económico, no a la sociedad.
Pero si lo que se persigue es precisamente ello, no queda más remedio que
disfrazar el desmantelamiento del Estado de Bienestar con la inevitabilidad de
unas “reformas” y unos “ajustes” que se presentan como necesarios para su
sostenimiento. La realidad es obligada a acomodarse al lenguaje con que ha de percibirse
(no lo contrario, que sería lo lógico) mediante apelaciones a emociones (que
conmueven) en vez de argumentos racionales (explican), en virtud de un afán
reduccionista y maniqueo.
Por eso no es baladí la utilización de términos como
“ajustes”, “reformas” o “flexibilidad”, entre otros muchos. Remiten, antes que
a medidas para combatir la crisis, a un modelo de sociedad que no se ha
sometido a discusión pública para que los ciudadanos lo acepten o rechacen. Se hurta el debate ideológico con el pretexto de una crisis económica. Y
en democracia, los ciudadanos han de ser capaces de discutir y, al menos, comprender
los asuntos públicos para refrendarlos con su voto. Negarles ese derecho
mediante la manipulación del lenguaje es un claro ejercicio de negación de la
democracia, un sistema de convivencia que es garantía de libertad, por mucho
que se autoproclamen “liberales” (sólo en lo económico, naturalmente.) los
usuarios de un lenguaje tan torcido. ¡Qué ganas tengo de que Irene Lozano
analice el momento semántico que vivimos en la actualidad!
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