Cada vez que el grito horrible de la deuda soberana se hace
sentir, un mordisco concienzudo desgarra
alguna parte de mi integridad, dejándome progresivamente más debilitado y
convirtiéndome en presa fácil de cualquier carroñero que conviva entre
nosotros. Esta es la sensación de los funcionarios que, por desgracia, optaron
por ser pacíficos trabajadores de un Estado que no hace más que utilizarlos
como carnaza para calmar los apetitos de la bestia de los mercados.
Con los sueldos congelados desde hace dos años y reducidos
en un cinco por ciento, ayer nuevamente decidió la Junta de Andalucía añadir un
recorte adicional de otro cinco por ciento y la eliminación de determinados
complementos en las pagas extras, que la reducirán en un 30 por ciento. Entre
unos y otros, en estos dos años, las percepciones de los trabajadores públicos
menguarán alrededor de un 20 por ciento, si no más, por culpa de una crisis que
los convierte en objeto de su apetito, junto a unos servicios públicos prácticamente
devorados.
Yo no sé lo que sentirá una gacela Thomson cuando el gueparto
la persigue, pero seguro que no será algo muy diferente del pavor que atenaza el
ánimo de los funcionarios y la angustia con la que desempeñan su función,
presos de una taquicardia. Eso ya no es pertenecer al colectivo de los
perdedores, sino convertirse simplemente en víctimas de un país que ya no sabe
cómo calmar el ataque de los amos del mercado, de las fieras que detentan el
capital como colmillos afilados. Están comiéndonos vivos.
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