Cada día, nuevos grupos o partidos de extrema derecha
emergen en el panorama político, tanto en Europa como en Estados Unidos y
América Latina, los cuales, gracias a un discurso populista y
ultranacionalista, logran ganarse la confianza del electorado para acceder a las
instituciones y, desde ellas, condicionar o formar gobiernos. El último en
aparecer, hasta la fecha, ha sido VOX
en España, que desde la insignificancia ha conseguido tener representación
parlamentaria y convertirse en la llave que ha posibilitado la formación de un
gobierno conservador en Andalucía, desalojando a los socialistas después de 37
años ininterrumpidos apoltronados en el poder.
De forma sorprendente e inesperada, a pesar de su ideología
radical, misógina, racista y antiautonómica, Vox supo aprovechar las pasadas elecciones autonómicas en la región
para, con un ideario extremista contrario a la “ideología feminista”, la
Memoria Histórica a la que tacha de “revanchista”, los flujos migratorios que percibe
como invasiones y la “ruptura” de España por parte de los independentistas
catalanes, ganarse el voto que tradicionalmente buscaba cobijo en el Partido
Popular. Tal presencia social de la ultraderecha, como fenómeno con capacidad
de competir electoralmente, ha alterado y complicado el escenario político en
España, último país europeo que se adhiere a la estela de un movimiento que
desde hace años avanza y se afianza en Occidente. Gracias al partido de extrema
derecha español, ya formamos parte de esa especie de “Internacional Ultra” que gana
posiciones en el tablero político, extiende su ideología filofascista por medio
mundo y aspira ser una fuerza mayoritaria en las instituciones europeas, tras
las próximas elecciones, para destruir la Unión Europea desde dentro.
El impulso definitivo al resurgir de formaciones
ultranacionalistas, que están en contra de la multilateralidad, la diversidad
cultural y la globalización económica, se lo propinó la elección del magnate Donald
Trump a la presidencia de Estados Unidos, convenientemente asesorado por su rasputín personal, Steve Bannon, ideólogo
de las doctrinas más reaccionarias y supremacistas que caracterizan al
extremismo de derechas en cualquiera de sus variantes: desde el Tea Party norteamericano hasta la Liga del Norte italiana o el Partido Social Liberal de Brasil. Pero
antes de Trump, ya venían consolidándose en diversos países de Europa fuerzas conservadoras
radicales que presumen de defender las “esencias” nacionales y la “integridad”
de cada país frente a una Europa que disminuye soberanía a los Estados, una
inmigración que altera las costumbres y diluye la identidad de las naciones que
la acogen, y una economía y un comercio mundiales que perjudican, con su
balanza comercial desequilibrada y la deslocalización de empresas, a la
economía, la riqueza y el progreso de cada país, preso de reglas, tratados y
entes supranacionales que dan forma a la globalización y la multilateralidad de
las relaciones internacionales.
Fuerza Nacional
(FN) francesa de Marine Le Pen ya era euroescéptica antes que Donald Trump promoviera
el aislacionismo en EE UU y se dedicara a desunir a los países miembros de la
UE, apoyando sin disimulo el Brexit del
Reino Unido. Incluso Amanecer Dorado
ya propugnaba el abandono de Grecia de la Unión Europea antes que Vox “cabalgara” por tierras españolas repitiendo
lemas y soflamas reaccionarios que revitalizan a los nostálgicos de un
franquismo camuflado entre los votantes de la derecha. Partidos minoritarios,
como el UKIP del Reino Unido, que,
aun siendo residual, forzó la realización del referéndum para que Inglaterra abandonara
la Unión Europea. O no tan minoritarios, como el Fidesz de Viktor Orban en Hungría, la Liga del Norte de Matteo Salvini en Italia o el Partido Social Liberal de Jair Bolsonaro
en Brasil, capaces de alcanzar el poder y gobernar con políticas de exclusión, aislacionismo
e intolerancia que, al parecer, responden a las esperanzas de quienes se
sienten ignorados o vapuleados por la complejidad del mundo contemporáneo y los
problemas económico o los desafíos migratorios que periódicamente lo sacuden.
Más de una decena de gobiernos en Occidente están liderados
por formaciones de ultraderecha, forman coaliciones de gobierno y parlamentarias
con partidos radicales o están a expensas de una oposición que los ultras controlan.
En Europa están presentes en cerca de 20 parlamentos nacionales y en el propio
Parlamento europeo. Y es que los partidos conservadores convencionales, de
tradición democrática, después de un primer momento de dudas o temor al
contagio, ya no hacen ascos a legitimar la extrema derecha cuando conviene a
sus intereses partidistas, bien para frenar la sangría de sus votantes más dogmáticos,
copiando sus mensajes y compartiendo sus fobias, o bien para conseguir la
mayoría necesaria con la que acceder al poder, aceptando su apoyo y condiciones.
Los ejemplos abundan.
La Liga del Norte
italiana ha formado coaliciones de gobierno casi desde su fundación, en 1989, pero
no había tenido tanto poder como hasta ahora, que controla el Ejecutivo en
coalición con los antisistema del Movimiento Cinco Estrellas, permitiendo que Matteo
Salvini, desde su puesto de ministro de Interior, dicte y domine la política antimigración,
antieuropea, islamófoba y económica de
Italia. O el Fidesz, de Viktor Orbán, de Hungría, quien desde que accedió
al poder no ha dejado de promover “mano dura” contra distintos sectores progresistas
de la sociedad civil y ha aprobado leyes que criminalizan a los inmigrantes,
negándose incluso a aceptar la cuota correspondiente de refugiados con que
Europa combatía la última crisis migratoria. En Polonia, por su parte, el partido nacionalista Ley y Justicia
tampoco vacila en utilizar medios cada vez más autoritarios para imponer su
ideario, socavando la independencia de los medios de comunicación y tratando de
reformar los juzgados para “colocar” jueces fieles al partido y controlar la
judicatura.
Son muchos, pues, los países europeos en los que las fuerzas
de extrema derecha dominan la política nacional. Partidos que han sabido atraerse
la confianza de los ciudadanos para ocupar gobiernos e introducirse en las
instituciones, como en Hungría, Austria, Italia, Bulgaria, Polonia, Francia,
Reino Unido, Finlandia, Suecia y otros. Son aceptados y acogidos en el grupo Partido
Popular Europeo (EPP) del Europarlamento, que ni los cuestiona ni los rechaza,
a pesar de la deriva autoritaria de algunos de los gobiernos que conforman y las
políticas xenófobas, racistas, misóginas, homófobas, islamófobas y
ultraconservadoras que implementan, como la de no ratificar el Pacto Mundial de
la Migración, siguiendo el modelo de Trump. El EPP no oculta, así, su intención
de integrar al Grupo de Conservadores y Reformistas Europeos, el Grupo Europa
de la Libertad y la Democracia Directa y el de Europa de las Naciones y las
Libertades para, con sus parlamentarios de ultraderecha, llegar a convertirse
en el mayor grupo del próximo parlamento, tras las elecciones europeas de mayo.
He aquí el gran peligro que representan los partidos de extrema derecha en las
instituciones democráticas: utilizan la democracia para imponer el retroceso
democrático en sus países de origen y conseguir el desmantelamiento del
proyecto común de unidad de Europa.
A tal objetivo se ha sumado, con gran virulencia, la extrema
derecha de España, que se vale de Vox para asaltar las instituciones. Con tan
fuerza ha irrumpido en la política nacional que su discurso ha impregnado al
del Partido Popular y Ciudadanos, formaciones conservadoras que compiten por el
mismo electorado, hasta el extremo de no renunciar a lograr acuerdos entre
ellos, como han hecho en Andalucía, ni excluir el apoyo de quienes no comparten
la Constitución, como Vox que rechaza el Estado Autonómico, aunque paradójicamente
critiquen a los socialistas por hacer lo mismo con los apoyos independentistas.
Vox es un partido reaccionario, pero tiene en común con el resto de la derecha
tradicional una concepción sectaria de la Patria, el cuestionamiento del
progresismo igualitario y un liberalismo en lo económico que no se conjuga con lo
social, aparte de preservar la tutela religiosa de un Estado presuntamente
aconfesional, cual es España. Por eso, por sus semejanzas, los tres participan
en la guerra de banderas y lazos, se manifiestan juntos contra el Gobierno
socialista, pretenden ilegalizar a los partidos independentistas como solución
al conflicto catalán y no tienen reparos en marchar juntos tras las pancartas.
Ninguno va por su cuenta. Tanto en Europa como en América actúan
coordinados pues este renacimiento explosivo de la derecha radical viene
condicionado por el afán de combatir, cada cual desde sus diferencias particulares,
el socialismo o “marxismo cultural” que aboga por la solidaridad colectiva y
el Estado corrector de desigualdades en vez del individualismo liberal y el
nacionalismo egoísta y aislacionista. Eso es que lo lleva a Jair Bolsonaro, el
presidente ultra de Brasil, a reunirse, en su primera visita al exterior, con
Donald Trump para acordar una alianza nacionalpopulista e impulsar un Foro para
el Progreso de América del Sur (PROSUR), que aglutine a las derechas de la
región en una política de bloques alineada con el intervencionismo de
Washington. Y lo que hace que Steve Bannon, como artífice del populismo moderno
de extrema derecha, lleve meses instalado en Roma, sin cargo ni credenciales
oficiales, “asesorando” y diseñando desde Italia el “asalto” ultra al corazón
de la Unión Europea a través de las próximas elecciones al Parlamento, para que
Orbán, Salvino y Le Pen lideren la política del Continente y el movimiento
nacionalpopulista en Europa. En sus planes, por descontado, incluye a Vox, a
cuyos dirigentes ha aconsejado sobre cómo “colocar” sus mensajes mediante las
redes sociales con cuatro ideas básicas pero contundentes sobre soberanismo,
seguridad y economía. Mensajes que cuelan y hacen creer a la gente que sus
problemas se resolverán, en un mundo sin fronteras, con el aislacionismo y la
vuelta a los Estados-nación, los muros fronterizos, la insolidaridad con los
marginados y oprimidos, el populismo simplista y ramplón y el supremacismo
racial y religioso. Con estos mimbres se está estructurando una poderosa e
inimaginable Internacional Ultra de la derecha en el mundo. Cosa probable si no
nos espabilamos.
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