A veces, los refranes aciertan de pleno. “Por la boca muere
el pez” es uno de ellos que alude a la actitud del que habla de lo que ignora y
presume de lo que carece, dejándose llevar por una incontinencia verbal que le
hace opinar sin que se lo demanden. En los casos más graves, el bocazas se
embarca en actuaciones, como consecuencia de sus bravuconadas verbales, que
demuestran la irracionalidad de sus comentarios y la irresponsabilidad de sus
arrebatos. Es el sino de todo bocazas: errar, pero continuar con su verborrea. Como
Donald Trump.
Que el ínclito presidente ultrapopulista de EE UU es un bocazas
mentiroso, no resulta ninguna novedad a estas alturas de su mandato. Destacados
y prestigiosos periódicos de su país se encargan de contabilizar cada día las
trolas que salen de la boca de un mandatario que es incapaz de callar o dejar
de twittear sus baladronadas. Se inventa problemas, exagera peligros, presume
de recetas para resolver cualquier conflicto y amenaza sin pudor a quien ose
contradecirle. Nadie en la Casa Blanca ha sabido encarar ningún asunto como es
debido hasta que él ha ocupado el Despacho Oval. Ningún acuerdo o tratado le
parece satisfactorio, ninguna negociación ha respondido a los intereses
nacionales de manera ventajosa, ninguna relación con otros estados es justa
para EE UU, las reglas del comercio global le parecen perjudiciales y hasta la
OTAN le supone un gasto en defensa que sólo beneficia a Europa. Habla y habla
de saber arreglar cualquier asunto como lo hace un hombre acostumbrado a
negociar, como él: de manera directa y mediante presiones. “Esto es lo que hay,
lo tomas o lo dejas”, parece que es su mantra empresarial ante las delicadas
cuestiones que ha de abordar como gobernante. Y así le va.
Lo del muro con México habrá que dejarlo para un improbable
segundo mandato, porque en este no dispondrá de tiempo para inventarse nuevos
delitos de los que inculpar a los inmigrantes ni de reunir el dinero para
afrontar su construcción a lo largo de toda la frontera, ni siquiera
esgrimiendo una supuesta emergencia de seguridad nacional. Ni el Congreso ni la
Justicia están por seguirle el rollo. Tampoco parece que el aislacionismo y los
aranceles ayuden milagrosamente a la economía y el comercio interior como
aseguraba sin parar. Se ha embarcado en guerras comerciales que, aunque perjudican
a países exportadores, también dañan el comercio y el empleo de EE UU, de una
forma u otra, encareciendo productos (el importe del arancel se repercute en el
precio) o fabricando más caro (lo importado era más barato). Ya ha quedado
demostrado que, en contra de lo esperado, el déficit comercial en 2018 ha subido
en vez de bajar. Ni en negocios, su fuerte, parece un experto el bocazas
presidencial.
Pero donde se ha cubierto de gloria, tras dos tandas de
reuniones al más alto nivel, es en su mediática y resolutiva negociación con
Kim Jung-un, el “hombre-cohete” de Corea del Norte, país con el que formalmente
EE UU continúa en guerra (no han suscrito la paz, sino un armisticio) y que
mantiene su intención de dotarse de misiles balísticos que podrían lanzar una
bomba atómica sobre territorio norteamericano. Nadie hasta la fecha, desde la
Guerra de Corea de los años 50 del siglo pasado, había podido dar carpetazo al
asunto. Y Trump se propuso solucionarlo de un plumazo, tras los alardes con
cohetes del coreano y las amenazas de represalias superlativas del
norteamericano. Llegaron a celebrar dos cumbres con mutuos regateos y
alabanzas, cada uno a su estilo, la última de las cuales en Vietnam. Pero el
fracaso fue clamoroso por más que el silencio en que se ha envuelto también lo
sea. La supuesta argucia negociadora del magnate neoyorquino no ha podido con
la astucia del desconfiado sátrapa de la dictadura coreana. No hubo acuerdo, ni
restablecimiento de relaciones, ni declaración del fin de la guerra, ni
comunicado final. Nada de nada.
“Bla, bla, bla” demuestra ser la tesis troncal de su Art of the deal para una negociación que
ha acabado en un rotundo fracaso y en una vuelta a la situación previa de
amenazas y provocaciones. EE UU mantiene las sanciones y Corea del Norte
continúa con sus ensayos balísticos y pruebas nucleares, reconstruyendo sus
instalaciones parcialmente desmanteladas. China y Rusia se frotan las manos
porque ahora vuelven a ser tres los que plantan cara al imprevisible Trump, que
es incapaz de entender la complejidad de un mundo regido por relaciones
multilaterales. Y, para colmo de males, el fracaso se ha consumado en Hanói,
capital de Vietnam del Norte, donde la cumbre Corea del Norte-USA acabó
abruptamente, recordando la derrota que obligó a EE UU abandonar aquel país
tras años de guerra, napalm y muertos.
Donald Trump ha conseguido demostrar, en estos primeros dos
años, ser un fracaso como charlatán comercial, fracaso como diplomático de
relaciones internacionales y fracaso como negociador en la resolución de
conflictos. Ha alcanzado el destino de todo bocazas: el fracaso y la falta de
credibilidad. Y todavía resta la mitad de su mandato para conquistar nuevos
éxitos, como los que les reserva el fiscal especial Mueller, que investiga su
relación con la trama rusa de injerencia electoral.
No cabe duda de que el 45º
presidente de EE UU pasará a la historia de su país con un mérito indiscutible:
por bocazas.
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