Soñaba con un mundo mejor y le molestaba el pragmatismo.
Decían que vivía en las nubes y le aconsejaban que pusiera los pies en la
tierra. Le llamaban visionario porque no
aceptaba las injusticias y los abusos en nombre del orden establecido, la
tiranía de los mercados, la resignación religiosa y el cinismo de los poderosos.
Le acusaban de ser poco práctico, de estar de espaldas a la realidad, de
empeñarse en luchas inútiles. Pero él nunca perdía la esperanza porque soñaba
despierto. Contestaba a los escépticos desencantados que sin esperanza no
se conquista la libertad. Que los fracasos y las frustraciones constituyen
motivos para redoblar la lucha, para levantarse y recuperar el aliento en pos
de esa meta futura, utópica, de transformación, justicia y solidaridad. Era
impertinente porque no aceptaba lo dado, la realidad, como inconmovible, sino
como punto de partida para una lucha que reconocía desigual, pero estimulante. Que
cada triunfo parcial, por pequeño que sea, era un paso hacia adelante. Su
pesimismo era, pues, esperanzado porque no se cruzaba de brazos ante lo que paralizaba
a los realistas. Su actitud contrastaba con el optimismo servil de los
conformistas, a los que no dejaba de importunar con sus utopías, con el
optimismo de su voluntad inconformista. Por eso lo tachaban de impertinente. Porque
creía que el mundo no está predeterminado ni el ser humano programado, como
pretenden hacernos creer quienes nos someten y alienan. Era un redomado utópico
impertinente que vivía sin renunciar a sus sueños.
_______Relato inspirado en el libro ¿Ha muerto la utopía? ¿Triunfan las distopías?, de Juan José Tamayo.
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