sábado, 30 de marzo de 2019

El utópico impertinente


Soñaba con un mundo mejor y le molestaba el pragmatismo. Decían que vivía en las nubes y le aconsejaban que pusiera los pies en la tierra.  Le llamaban visionario porque no aceptaba las injusticias y los abusos en nombre del orden establecido, la tiranía de los mercados, la resignación religiosa y el cinismo de los poderosos. Le acusaban de ser poco práctico, de estar de espaldas a la realidad, de empeñarse en luchas inútiles. Pero él nunca perdía la esperanza porque soñaba despierto. Contestaba a los escépticos desencantados que sin esperanza no se conquista la libertad. Que los fracasos y las frustraciones constituyen motivos para redoblar la lucha, para levantarse y recuperar el aliento en pos de esa meta futura, utópica, de transformación, justicia y solidaridad. Era impertinente porque no aceptaba lo dado, la realidad, como inconmovible, sino como punto de partida para una lucha que reconocía desigual, pero estimulante. Que cada triunfo parcial, por pequeño que sea, era un paso hacia adelante. Su pesimismo era, pues, esperanzado porque no se cruzaba de brazos ante lo que paralizaba a los realistas. Su actitud contrastaba con el optimismo servil de los conformistas, a los que no dejaba de importunar con sus utopías, con el optimismo de su voluntad inconformista. Por eso lo tachaban de impertinente. Porque creía que el mundo no está predeterminado ni el ser humano programado, como pretenden hacernos creer quienes nos someten y alienan. Era un redomado utópico impertinente que vivía sin renunciar a sus sueños.
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Relato inspirado en el libro ¿Ha muerto la utopía? ¿Triunfan las distopías?, de Juan José Tamayo.

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