Vivimos tiempos de tanta celeridad que hasta el clima se
apresura. Todavía no ha finalizado el invierno cuando marzo se comporta ya como
si fuera mayo y las plantas, engañadas, comienzan a ofrecer sus flores a un sol
tan impropio como inseguro. El refrán recoge esta paradoja climática al
prevenirnos de que, cuando marzo mayea, mayo marcea y los fríos y las lluvias todavía
pueden sorprendernos en mangas cortas. Pero el engaño es tan convincente que
las hasta rosas exhiben sus pétalos ruborizados a la benignidad de unos días tan
templados que recuerdan el verano, como si las estaciones sucumbieran a esa
carrera por adelantarse y aturdir a una naturaleza acostumbrada al fluir cadencioso
e imperceptible del transitar del tiempo. Una vorágine que nos conduce a otoños
veraniegos e inviernos primaverales que en los parterres enloquece a las plantas
y hace confluir a gente en zapatillas o con abrigos en las calles. Todos -clima,
naturaleza, personas-, apresurados por adelantarse a un destino que, por mucho
correr, no es posible esquivar.
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