Ahora que los dirigentes políticos han obligado a convocar nuevas elecciones porque fueron incapaces de ponerse de acuerdo para formar gobierno, pretenden que éstas puedan considerarse como una especie de “segunda vuelta” que concentre el voto que fragmentó el Parlamento en minorías incompatibles. Simulan una segunda vuelta que no es posible porque no discrimina a los que no consigan un dintel mínimo de votos y, por tanto, no evita que vuelvan a obtenerse los mismos o parecidos resultados que las anteriores, si ese fuese el deseo de los ciudadanos. Juegan, pues, al engaño para no reconocer su fracaso y poder cargar, así, sobre el ciudadano la responsabilidad de decidir el futuro candidato para la investidura. Lo que los partidos no supieron o no quisieron acordar entre ellos mediante negociación y pactos, quieren que lo decidan los votos en las urnas, aunque arrojen idéntico resultado: cuatro o cinco minorías condenadas a entenderse. Es probable que nuevas elecciones sean preferibles a un mal gobierno, pero ninguna de estas opciones puede ser imputable al votante sino a la incapacidad de los dirigentes políticos de acordar un gobierno que refleje la voluntad ciudadana y responda a los intereses generales del país y no a los particulares de cada formación. Son ellos, los partidos con representación parlamentaria y sus líderes, los que no logran ponerse de acuerdo y, en consecuencia, los que obligan a repetir unas elecciones que no hacen más que alargar el problema unos cuantos meses más.
No sería la primera vez que los políticos simulan cosas
distintas a la realidad. Del mismo modo que no existe ninguna “segunda vuelta”,
tampoco nuestro sistema político es presidencialista, sino parlamentario. Aquí
no elegimos presidente de Gobierno sino a parlamentarios que lo seleccionan en
función de las mayorías que consigan formar en el Congreso de los Diputados.
Exigir, como hacía el Partido Popular, que se le dejase gobernar porque era la
minoría mayoritaria, era otra simulación, otro intento de engañar al ciudadano,
ya que se inviste presidente al candidato que reúne mayoría de votos en el
Parlamento. Pero se insiste en crear confusión con la intención de que la
opinión pública presione a su favor en las negociaciones para conseguir esa
mayoría de apoyos. Una falacia si nadie quiere pactar y cuando se impide que
otros recaben esos apoyos. En España es inconcebible que el que no puede
Gobernar deje que otros lo hagan para evitar al país un período excesivamente
largo sin Gobierno “efectivo”. Aquí, no solo se prefiere alargar la interinidad
de un Gobierno “en funciones”, sino que se propugnan “vetos” para que nadie
consiga llegar a pactos conducentes a la formación de Gobierno. Si para ello
hay que simular que se debe eligir al candidato de la lista (minoritaria) más
votada, se expresa abiertamente tal infundio, aunque haya que repetir nuevas
elecciones. Nuestra democracia admite el simulacro.
Hasta el Rey, que hoy firmó el real decreto de disolución de las Cortes y convocatoria de elecciones para el próximo 26 de Junio, adopta
como Jefe de Estado un comportamiento más parecido al Presidente de República
que al de un monarca que accede al cargo por transmisión hereditaria. Intenta
mostrar una neutralidad exquisita en sus actuaciones, ateniéndose a lo establecido
legalmente en la
Constitución en el ejercicio de sus funciones representativas
y cumpliendo con los actos debidos que le corresponden en nombre del Gobierno y
las Instituciones. Pudiendo dar pábulo al infundio que interesadamente se propalaba
y designar al candidato de la lista más votada para que recabe los apoyos que
le permitan ser investido presidente de Gobierno, prefirió que fueran los líderes
políticos los que ofrecieran su propia candidatura para ello. Esa decisión
alargó el proceso innecesariamente hasta que, culminado el plazo sin que Rajoy
moviera un dedo, otro candidato asumió la responsabilidad de intentarlo de
manera infructuosa. Desde el 20 de diciembre pasado, el país asiste a un doble
intento electoral por formar Gobierno, sin que nada garantice otro
escenario distinto al de un Parlamento fragmentado en minorías intransigentes
que actúan simplemente por tactismo partidista. Al final, el Rey disuelve las
Cortes, no por decisión gubernamental, sino con el refrendo del presidente del
Congreso. Todo lo contrario a las iniciativas de una monarquía absolutista y
más semejante a los actos reglados de un presidente republicano. Incluso en su
vida personal, el Rey de España rehúye de las exhibiciones de una realeza dedicada al
boato y el dispendio, que se rodea de una corte de aristócratas manijeros, para mostrarse
con la austeridad y el decoro ejemplar de quien está al servicio del país y
depende de las instituciones democráticas que regulan su función, y no persigue
que el país esté a su servicio y por encima de las instituciones.
Los únicos que no simulan son los ciudadanos, que se
declaran frustrados y contrariados con la convocatoria de nuevas elecciones por
culpa de unos partidos que no fueron capaces de alcanzar acuerdos para la
gobernabilidad del país. Pero también ese hartazgo está previsto de antemano por quienes
consideran que la abstención favorece sus expectativas. Ningún cálculo puede
darse por válido hasta su confirmación ulterior en las urnas, pero la
repetición de resultados más o menos idénticos supondría un correctivo de los
votantes a los partidos para que asuman de una vez por todas la voluntad
popular y se sienten a pactar ese Gobierno que precisa España y
que ya no se puede demorar más. El mensaje emitido con los votos sería el de
que dejaran de simular y afronten la realidad tal cual es: plural, diversa y
sin que nadie posea la verdad en exclusiva. Que se comporten con un poquito
de humildad, dialoguen, cedan, pacten y acuerden un Gobierno estable, eficaz y
duradero. Por el bien del país, que para eso se presentaron a las elecciones sin
que nadie los obligara, señorías.
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