Los detractores del orden republicano contaban con el apoyo
de buena parte de la burguesía y de una Iglesia a la que se intentó expulsar de
los ámbitos público y educativo para que se circunscribiera a la esfera privada
de las personas, conforme al estricto laicismo constitucional republicano que
respetaba, no obstante, la libertad de culto para todos los credos. Sólo por esa
voluntad cercenada de reducir la presencia clerical en lo público, desde donde la Iglesia pretende tutelar
gobiernos y leyes, siento una nostalgia infinita de la República. Entre
otras cosas porque el peso actual de las sotanas en España es asfixiante, como
son intolerables las continuas muestras de subordinación religiosa del Gobierno
de Mariano Rajoy cuando concede medallas y otras condecoraciones a vírgenes y
hermandades religiosas o autoriza ondear la enseña nacional a media asta en señal
de luto durante la Semana
Santa por la “muerte de Dios”, sin importarle la supuesta
aconfesionalidad del Estado, recogida en la Constitución. Es
evidente que la
Segunda República supo ser, en esta materia, al menos, mucho
más valiente y coherente con la independencia del Estado frente a la Iglesia que los gobiernos
contemporáneos de nuestra monarquía parlamentaria.
Pero es que, en relación a derechos y libertades que hoy
consideramos esenciales en una democracia, aquella joven República fue novedosa
y bastante ambiciosa, ya que emprendió, en su corta vida, una reforma agraria y
de las relaciones laborales, universalizó el derecho a la educación y la
sanidad, declaró la laicidad del Estado y la libertad de culto, reconoció el
voto de la mujer por primera vez en la historia de este país y estableció el
sufragio universal sin distinción, eliminó la censura y amparó la libertad de
manifestación y reunión, reconoció el derecho al divorcio y al aborto, defendió
la unidad integral de España pero autorizó el derecho a la autonomía de
municipios y regiones, emprendió una reforma militar y consolidó un sistema
parlamentario y democrático acorde con la clásica separación de poderes. Todo lo
cual, en el contexto de los años 30 del siglo pasado, supone el programa de reformas
más vasto jamás emprendido en España, incluso en comparación con la
restauración de la actual democracia. Es también por eso que siento añoranza de
una República nada timorata en apostar decididamente por extender y aumentar
derechos sociales y garantizar los intereses y libertades de los ciudadanos. Tan
inmenso fue su afán por modernizar y democratizar este país que si nuestra
Carta Magna reconoce esos derechos en los españoles es porque ya figuraban,
total o parcialmente, en la
Constitución republicana.
Siento añoranza porque admiro esa
voluntad de la Segunda República
de convertir España en un país moderno, pacífico, plural y progresista, en
contraste con unos tiempos actuales en los que se manifiesta el sectarismo
ideológico, el integrismo moral y el liberalismo económico en perjuicio del
interés social. Es verdad, como todo el mundo sabe, que no fue un régimen
perfecto y que cometió grandes y graves errores, pero nadie puede negar el
hecho de que fuera el primer régimen verdaderamente democrático en la historia de
nuestro país, del que deberíamos sentirnos orgullosos y guardar una memoria
mucho más fiel con la verdad histórica. Aun cuando su imagen esté condicionada
por la Guerra Civil
como ejemplo de fracaso. Un fracaso provocado por una derecha que continúa, todavía
hoy, impidiendo cuanto puede el eficaz reconocimiento de derechos sociales y el
ejercicio de libertades ciudadanas que considera perjudiciales para sus
privilegios, con la inevitable bendición de los purpurados. Por eso trata, por
todos los medios, de impedir que se conozca la importante labor de la Segunda República
española y no se reconozca su legado. Para eso, piensa y actúa, no hizo una guerra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario