En los últimos días hemos asistido a un “revival” belicista
de Estados Unidos con el lanzamiento de bombas a diestro y siniestro, es decir,
en Siria y Afganistán, para demostrar músculo militar y la determinación de
combatir, no sólo el terrorismo mundial, sino también la pérdida de fuelle del
nuevo inquilino de la Casa Blanca, el veleta Donald Trump, el amigo/enemigo de Putin, amigo/enemigo de Basar el Asad, enemigo/amigo de China, aniquilador/fortalecedor de la OTAN , enemigo/enemigo de México (en esto último todavía no ha cambiado).
Es probable que sus primeros decretos presidenciales,
firmados con todo el bombo mediático posible pero sin el efecto deseado -como
la prohibición de entrada en USA de extranjeros de determinados países
musulmanes, la construcción del famoso muro fronterizo con México o el
desmontaje del “Obamacare” que deja sin seguro médico a millones de
norteamericanos-, no guarden ninguna relación con esta inusitada e imprevisible
agresividad bélica emprendida por el nuevo comandante en jefe del ejército más
poderoso del mundo, pero transmiten esa sensación. A lo peor, sí. Ante la
ineficacia de iniciativas internas, se pone el énfasis en las externas. Todo vale
para demostrar que se adoptan iniciativas, aunque no vayan acompañadas de una
estrategia ni de ningún plan previo. Nada más fácil militarmente que tirar
bombas desde un barco o un avión y volver a la base. Así se empiezan muchas
guerras, pero pocas se acaban.
Existe una vieja coplilla que decía que “con las bombas que
tiran los fanfarrones las gaditanas se hacen tirabuzones”. Bombas que, si no
matan, proporcionan material para otros fines, incluso para reírse del agresor.
Basar el Asad no se hará tirabuzones porque, a estas alturas de su guerra
civil, 59 misiles tomahawk lanzados contra una base aérea siria no le impedirán
seguir masacrando a su población por cualquier otro medio tan letal como el
ataque químico por el que se le ha querido reprender. Se ríe en su búnker de
Damasco de estas represalias tan poco determinantes para variar el rumbo de los
acontecimientos ni hacerle cambiar su determinación de aferrarse al poder. Tampoco Rusia dejará
de apoyar al carnicero árabe que le deja instalar una estratégica base aereonaval
a orillas del Mediterráneo desde la que la flota rusa controla y vigila cuanto
se mueve –navegue o vuele- en el Occidente europeo. Esos tomahawk sirven para
exteriorizar la firme voluntad de un presidente aguerrido frente a la
pusilanimidad de un Obama que procuraba negociar en vez de bombardear.
Un acierto de Donald Trump si no se ponderan las
consecuencias de su aventurerismo belicista, porque, a los pocos días del
bombardeo norteamericano, un atentado con coche bomba causaba más de 168
muertos, entre ellos 68 niños, en una explanada cerca de Alepo donde aguardaban
los convoyes que evacuarían a zonas seguras a los civiles y excombatientes de varias
poblaciones asediadas. Una nueva matanza indiscriminada y sin necesidad de
perpetrar ningún ataque químico. El sátrapa sirio, los rebeldes y los terroristas
se ríen de las bombas que tiran los fanfarrones, alimentando, así, la reacción
y los motivos de guerra.
Envalentonada por el “éxito” de sus misiles, la
USA Air Force, con esa manga ancha que le ha
dado su recién estrenado comandante en jefe, deja caer la “madre de todas las
bombas”, un artefacto no nuclear de más de 10 toneladas de peso, sobre una
zona de Afganistán, cerca de la frontera con Pakistán, en la que existen
túneles donde se esconden terroristas yihadistas de la rama afgana del ISIS,
algo así como su campamento de verano o de entrenamiento. Es la primera vez que
se utiliza esta bomba en un combate desde su creación, allá por el año 2002.
Y su enorme potencia explosiva, equivalente a 11 toneladas de TNT, la hace
eficaz para destruir cuevas y búnkeres excavados bajo tierra. Según fuentes
oficiales afganas, la bomba ha matado a cerca de 40 miembros del mal llamado Estado
Islámico, una cifra aun por confirmar. Sin embargo, el verdadero quebradero de cabeza de los militares
norteamericanos en Afganistán son los insurgentes talibanes, que se cuentan por
decenas de miles. ¿A quién se combate, pues? Esta acción tan “sofisticada” con
la mayor bomba convencional del mundo dista mucho de resolver, por sí sola, el
problema del terrorismo yihadista al que el presidente Trump prometió plantar
cara definitivamente. O sus generales le han metido un gol al presidente para
probar “in vivo” una nueva arma o se han equivocado de objetivo, porque la
cabeza de la hiedra del ISIS no se oculta en esas remotas montañas de
Afganistán. O ambos, generales y presidente, han querido demostrar a su país y
al mundo entero su nula vacilación para utilizar todos los medios disponibles,
a sólo un paso del nuclear, en esta guerra contra el terrorismo, sin caer en la
blandenguería de Barack Obama, que sólo consiguió liquidar, en mayo de 2011, en
una operación secreta ejecutada por un comando de fuerzas especiales militares,
a Osama bin Laden, líder de Al Qaeda y el terrorista más buscado tras el
atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York. Otra bomba fanfarrona al
servicio de la propaganda del imprevisible Trump y del poder ofensivo de su
Ejército, pero perfectamente inútil para variar el curso trágico del terrorismo
yihadista.
Es lo que tienen los fanfarrones, que no se cansan de
fanfarronear. Ni de tirar bombas. Encasquetado con su gorra de comandante en
jefe y acostumbrado a dar el placet a cualquier propuesta militar que le infle su
vanidad, la presidencia de Donald Trump la emprende ahora con Corea del Norte,
esa espinita que tiene clavada Estados Unidos desde aquella guerra que libró en
los años 50 del siglo pasado y que propició la división de la península, a lo
largo del paralelo 38, en dos Coreas: la del Sur, apoyada por Estados Unidos, y
la del Norte, apoyada por China y ayudada por la Unión Soviética de
entonces. Una guerra que todavía no ha firmado el armisticio ni ha sellado la
paz. Teóricamente sigue en guerra con EE UU. Claro que el niñato que dirige el gobierno de Pyongyang, capaz de asesinar a sus
propios familiares caídos en desgracia, merece una buena reprimenda si los
Derechos Humanos fueran de obligado cumplimiento en todo el mundo (cosa
imposible porque no habría cárceles suficientes para encerrar a cuantos los
violan), pero de ahí a enviar una flotilla liderada por el portaviones Carl
Vinson a aquellas aguas para amedrentarlo hay un abismo, si ello no responde a
una estrategia bien elaborada (diplomática y militarmente) que dé mejores
resultados que la política de contención de Obama. De lo contrario, estamos
ante una nueva improvisación belicista de los halcones de la Casa Blanca , parecida
a la del general MacArthur en los tiempos de Truman de atacar con armas
nucleares a China, que podría tener consecuencias desestabilizadoras en la
región, tal como sucedió con la intervención norteamericana en Irak, todavía
pendiente de estabilizar y de apaciguar el avispero de insurgentes
desencadenado. La excusa de que el país dispone de un programa balístico y nuclear,
en función de su claustrofóbica soberanía estatal, no es motivo suficiente para
hacer sonar los tambores de guerra, ya que muchos otros países buscan o
consiguen el mismo objetivo, en principio, defensivo (EE UU, Rusia, China,
Reino Unido, Francia, India, Pakistán, Israel, etc.), sin que reciban en sus aguas
territoriales el aviso de los buques de guerra norteamericanos. A menos, otra
vez, que el propósito sea otro, de índole interna, para un personaje mal
acostumbrado en sus negocios a conseguir cuánto se le antoja sin pararse en los
medios. Es decir, o hay detrás una estrategia que incluye a Pekín, Japón y
Rusia, o hay una táctica propagandística para contrarrestar el fiasco de las
iniciativas de política interna de la Administración veleidosa de Donald Trump. En
cualquiera de los casos, el mundo no parece más seguro con un fanfarrón tirando
bombas por doquier.
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