Junto a otras circunstancias favorables, fue gracias a la
injerencia de esos amigos para hackear y airear secretos o errores de su
principal contrincante en la carrera electoral y a su propia habilidad para
exacerbar los miedos de sus compatriotas, castigados por la descolocación de
industrias, la competencia de una economía globalizada y los flujos migratorios,
como pudo al fin ganar las elecciones que lo catapultaron a la cúspide de mando
de los Estados Unidos de América. Todo un triunfo del camarada Trump, que supo hacer
realidad lo que explicitara el columnista del The New York Times, Roger Cohen, cuando describió que “las grandes
mentiras producen grandes miedos que producen a su vez grandes ansias de
grandes hombres fuertes”. Y él se consideraba ese gran hombre fuerte que
necesitaba América. Sus amigos no podían disimular la satisfacción que les
produjo su victoria, máxime cuando nadie, ni en el establishment ni en los medios de comunicación, apostaba un duro
por él. Tampoco en las cancillerías extranjeras se esperaba que alguien tan
simplista y demagogo pudiera llegar a la Casa Blanca. Todos se
habían equivocado estrepitosamente, incluyendo las encuestas, con las
posibilidades del tremendista Trump, excepto aquellas amistades rusas con las
que miembros de su equipo mantenían frecuentes contactos y coordinaban
estrategias que han devenido cruciales para su triunfo. Precisamente, la
revelación de una de esas conversaciones secretas entre el embajador ruso en
Washington y la persona escogida por él para dirigir la Seguridad Nacional ,
cuando todavía no se había producido el relevo presidencial, motivó la precoz
dimisión, al mes escaso de su nombramiento, del candidato en cuestión, un viejo
general todavía más visceral que el propio Kozyr,
y acostumbrado a mandar sin que nadie desobedeciera sus órdenes, pero confiadamente
ingenuo como para no prever que el contraespionaje de su país vigilaba todo lo
que hacía y decía el diplomático ruso. Ello, no obstante, no causó ninguna brecha
en la amistad de Trump con Putin, una amistad y adoración a prueba de
escándalos.
Ese encandilamiento venía de antiguo, de cuando se dedicaba
en cuerpo y alma a aumentar su fortuna y extender sus negocios. “Donny” Trump
siempre ha perseguido triunfar en cualquier cosa que hiciera, ya fuera jugando al
béisbol o construyendo un edificio, aunque para ello tuviera que estar
constantemente promocionándose. Esa fue la causa por la que cambió el nombre de
la empresa inmobiliaria que había heredado de su padre, hijo de inmigrantes
alemanes, para poder colocar su apellido, con grandes letras doradas, en todos
los edificios y propiedades que había ido adquiriendo, tanto en hoteles y
rascacielos como en yates, casinos y hasta en los fuselajes de una línea aérea.
Pero ni aún así se colmaba la egolatría de un hombre con éxito en los negocios
que no tolera ser ignorado o subestimado, y mucho menos ser derrotado. Conforme
ampliaba los negocios se relacionaba con cada vez más empresarios tan
millonarios y excéntricos como él. En esos conciliábulos empresariales opinaba,
después de cerrar acuerdos y sobar el culo a las secretarias, sobre deportes,
los mexicanos y la política permisiva que implementaba la Administración
demócrata del presidente Barack Obama, al que despreciaba por todo, como
político y como persona, y al que no perdonaba que llegara a ocupar un puesto
que pensaba no le correspondía por pertenecer a una minoría étnica que no
representaba la esencia social y la supremacía blanca del país. Incluso se
atrevió a poner en duda públicamente la nacionalidad del presidente al que
acabaría sustituyendo en la Casa Blanca ,
sin disculparse jamás de su insolencia. Los grandes hombres nunca piden perdón
ni reconocen sus trapisondas.
Los “halcones” rusos detectaron en él el perfil idóneo para
influir en sus ideas y en las propuestas que formulaba carentes de profundidad
intelectual, conocimiento exhausto de los asuntos y el más mínimo tamiz crítico
o analítico. Encandilado como estaba por emular a un líder que consideraba
fuerte, fue fácil para quienes no se paran en límites éticos o legales seducir
aún más al ambicioso triunfador neoyorquino. Era cuestión de rodearlo de
personas que alimentaran su egolatría y apuntalasen su ideología vacía de
ideología, pero llena de prejuicios y fobias hacia todo aquello que creía causante
de la desmoralización y el desprestigio que afectaban a su país. En las charlas
con sus conmilitones acababa siempre diagnosticando, cuando llegaba la hora de
las copas y los puros, que lo que precisaba su país era que fuera gobernando
como una empresa y por alguien con las ideas claras y la determinación firme,
como hacía Putin en Rusia o como él haría, si se lo propusieran. ¡Y tanto que
se lo propusieron!, lo tenía todo a favor: ambición y dinero a espuertas.
Había llegado a la intersección donde se cruzan los
extremos, donde confluyen su admiración por un líder extranjero ubicado en las
antípodas de su ideología y las fuentes que nutren su pensamiento del
ultraconservadurismo más grosero y excluyente. El punto desde el que es fácil
soplarle al oído lo que quería escuchar y convencerlo de emprender la aventura
de hacer grande América, otra vez. En ese lugar en el que él sobresalía se
agolpaban los descontentos y rencorosos de toda ralea y venidos de cualquier
dirección, incluyendo el Tea Party, militares retirados y multimillonarios
aburridos. Y de ese lugar extrajo, como si se los hubieran puesto en bandeja,
los luceros que alumbrarían su camino hacia el sillón presidencial y
elaborarían el discurso más conveniente para todos, también para sus nuevos amigos.
Allí conoció al planfletista Steve Bannon, su principal e inquietante
estratega, asesor de la campaña electoral y ahora con un puesto permanente en
el Consejo de Seguridad Nacional, partidario de declarar la guerra al Islam
para salvar al mundo de la influencia musulmana. Y de barrer del escenario a la
“élite globalizada” que ha hecho desbarrar al capitalismo. Allí también
coincidió con Rex Tillerson, el empresario que estuvo al frente de la petrolera
ExxonMobile, una de las mayores del mundo, y que extendió su negocio e
influencia por Rusia, alcanzando tal predicamento que fue condecorado por
Putin, de quien se confiesa amigo, con la Orden de la Amistad , que es una distinción, no un chiste. Trump,
para que quede constancia de su seriedad, lo ha nombrado Secretario de Estado,
jefe de la diplomacia norteamericana, porque, en su opinión, “es uno de los más
hábiles líderes empresariales y negociadores internacionales”. Y, como estos, todos
los demás que le arroparon para dar el paso a la política, incluyendo los
negacionistas del cambio climático que no salen a la calle sin una biblia en
el bolsillo, los que criminalizan la inmigración porque coinciden con Viktor
Orbán, primer ministro de Hungría, en que “todos los terroristas son migrantes”
aunque sea mentira, los que denostan la educación pública pero aceptan un cargo
para responsabilizarse de su administración, y, por supuesto, los miembros de
su familia que siguen a papi allá donde vaya a ganar dinero y saciar su ego.
El camarada Trump, un hombre astuto, extremadamente
conservador, xenófobo y machista, además de multimillonario, acaricia ahora los
muebles de la Casa Blanca ,
acompañado de esa camarilla de aduladores que aplauden e incitan todas sus
ocurrencias. Disfruta de una autoestima que le hace feliz firmando, como quien
firma autógrafos, lo que le pongan por delante, sin importarle las
consecuencias. Si los rusos odian el Islam, obsesionados todavía con Chechenia,
el camarada Kozyr firma un decreto
prohibiendo la entrada al país de extranjeros procedentes de varios países
musulmanes, despreocupándose si ello es inconstitucional. Si los rusos
mantienen conflictos comerciales y territoriales con Europa, el camarada Trump
hace lo posible por debilitarla, mostrando públicamente su agrado por el Brexit de Reino Unido, amenazando con
rebajar la aportación de EE UU a la
OTAN y cuestionando la viabilidad del euro. Y si alguien
recela de sus medidas y desvela sus mentiras, le declara la guerra y lo acusa
de conspiración, de actuar con odio y de poner en riesgo la seguridad nacional,
como hace con la prensa que no sigue sus dictados, con los jueces que paralizan
sus decretos, con las empresas que no están dispuestas a aislarse en un
proteccionismo ridículo, con las mujeres que no quieren ser floreros como su
esposa y con cualquiera que tenga dos dedos de frente y advierta del peligro
que representa un presidente marioneta de sus amigos.
Donald Trump ha triunfado y se ha encumbrado en el lugar más
poderoso del planeta con intención de enfrentarse a la realidad, y a la
legalidad, sabiamente aconsejado por amigos, familiares y compinches. Quiere
hacer grande América otra vez, la
América que a él y a sus amigos les interesa, aunque para ello
tenga que desbaratar o destruir el mundo. Y en ello está el camarada Trump, el
amigo Kozyr, si nadie se lo impide.
__________________Esto es un relato de ficción, construido con elementos de la realidad
y ensamblados con imaginación. Toda coincidencia con ella
es alarmantemente preocupante.
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