Llevo ya dos años jubilado. A veces pienso que fue ayer; otras, las menos, que hace una eternidad. Es una sensación ambivalente de un estado al que no acabo de estar plenamente acostumbrado. Algunos hábitos permanecen mientras otros afloran movidos por nuevas rutinas y la cotidianeidad de los días. Lo primero que cambia es la mirada: se ven las cosas, la vida misma, desde otra perspectiva: con constancia del límite. Lo mismo pasa con la noción del tiempo, ese tempus fugit tan veloz en este último tramo. Todo ello hace que la percepción de un jubilado sea generosa, pero con una pátina de tristeza que, a veces, por un descuido, surge en una frase, en un abrazo o en el estado de ánimo. Miro hacia atrás –las famosas batallitas del abuelo-, pero me sorprendo estando más atento del horizonte, al que percibo cada vez más cercano y amenazador. Un horizonte cuya lejanía mido con los achaques que me amenazan o que padezco. La memoria, tan tramposa, me hace recordar lo bueno y olvidar los malos ratos, incluso las dificultades que, sin embargo, dejaron alguna cicatriz. Es falso, por tanto, que todo tiempo pasado haya sido mejor, y me esfuerzo en tenerlo presente -no siempre lo consigo- cuando me hallo con algún compañero en activo que, indefectiblemente, se queja de que las cosas están peor. Y ante los hijos, para que no crean que les ha tocado el peor de los mundos posibles.
Los que estamos peor somos los jubilados, empeñados en que
el júbilo nos acompañe en la decadencia. Una obsolescencia programada que
llevamos inscrita en los genes y que, conscientes o no, escudriñamos nada más
levantarnos o justo antes de acostarnos. Lleno los días de tareas para que me
ayuden a evadirme de tales temores. Sin embargo, en estos dos años no he
cumplido ni la mitad de la mitad de los propósitos que tenía planeados. No
todos ellos los he arrinconado definitivamente, sino que continúan pendientes
en el cajón de proyectos con los que pretendo ser dueño de mi futuro. Un futuro
que se aplaza por la urgencia de lo cotidiano, justamente cuando más tiempo
dispongo para cualquier utopía.
Y la verdad es que el tiempo me arrolla y el futuro me
sobrepasa, dejándome aturdido con la cuenta atrás. Es una percepción que
intento no influya en mi día a día, impidiéndome el optimismo con el que afrontar
el porvenir que tenga reservado. Pero de vez en cuando, como en este balance
improvisado como pensionista, aflora para que sea realista y me espabile. Lo
intento. Les aseguro que lo intento. Pero me niego apuntarme, como un viejo más, a los viajes del Imserso.
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