Desde esa mentalidad tramoyista, cabía esperar que este año
se ensayaran todo tipo de provocaciones y se recuperaran mentiras ya desmontadas
por la realidad a la hora de celebrar el primer aniversario de aquel simulacro
de república catalana. La trama del espectáculo se adapta, así, al guión previsible.
Desde implorar un inexistente mandato surgido de un falso referéndum hasta
convertir en fecha icónica una proclamación que no fue tal pero que ya forma
parte del imaginario de los independentistas más fieles al método “goebbeliano”
de convertir mentiras en verdades. Es decir, apelar a una república ficticia a
partir de un refrendo fraudulento, ilegal y carente de reconocimiento por
autoridad alguna. Se trata de refugiarse en una ilusión antes que aceptar la
derrota del proyecto soberanista. Y, menos aún, de asumir las consecuencias
judiciales de una confrontación con el Estado y la violación de la legalidad
vigente.
Quim Torra, presidente de la Generalitat |
Todo ello ocasiona diferencias y rupturas entre los mismos
independentistas cuando han de ponerse de acuerdo para resolver el entuerto.
Los pragmáticos, que han aprendido la lección aunque sea entre rejas,
consideran fracasada la vía unilateral y de desobediencia hacia la
independencia y predican perseguir tal objetivo con respeto a la legalidad,
buscando una mayor –y mayoritaria- base social. Los fanáticos, con Puigdemont y
la CUP al frente, optan, en cambio, por exacerbar el enfrentamiento con el
Estado, utilizar a los políticos presos como banderín con el que avivar los
sentimientos de agravio e injusticia y continuar interpretando el “mandato del 1
de Octubre” como fuero simbólico de legitimidad que no puede traicionarse. Son
estrategias diferentes por la pugna del electorado independentista que
enfrentan a ERC (el partido independentista histórico), cuyo líder, Oriol
Junqueras, está en la cárcel, y PDeCat (la antigua Convergència conversa al
independentismo tras los escándalos de corrupción que la hicieron desaparecer)
de Carles Puigdemont, huido a Bruselas. Ambas formaciones tienen motivos para “sostenella
y no emnendalla” y no quedar en entredicho, pero varían en el método para
conseguirlo.
El presidente “suplente” de la Generalitat, Quim Torra, cuyos hilos maneja desde la distancia el
prófugo de Bruselas, intenta contentar a unos y a otros, aguantando las
presiones que desde la calle le somete la CUP (los antisistema, radicales
independentistas) y sus CDR (Comités de Defensa de la República) y tratando de
mantener el frágil diálogo con el Gobierno, al que un día amenaza con sustraerle
el apoyo en el Parlamento si no ofrece un referéndum de autodeterminación en el
plazo de un mes, y al siguiente apuesta por la distensión con la solicitud de una
reunión, sin aludir a ninguna amenaza y sin marcar “líneas rojas”. Procura
mantener la tensión, que alcanzó su máxima cota el 27 de octubre de 2017 para
luego caer en la frustración, sin olvidar las consecuencias judiciales que
penden sobre decisiones políticas incompatibles con la legalidad. De este modo,
gobierna sin efectividad, emite soflamas retóricas sin valor y mantiene a las
instituciones en una parálisis que provoca el estancamiento de la política, la
desconfianza de la economía y la desorientación social. Y todo por no reconocer
unas mentiras que sólo sirvieron para diseñar una estrategia política de los
partidarios de la independencia (unos, para escapar de sus vínculos con la
corrupción, y otros, por obsesiones nacionalistas de privilegios) y no para
atender ninguna reclamación pendiente de la historia. Una estrategia rocambolesca
que ha devenido esperpento y no se sabe cómo resolver sin hacer el ridículo. De
risa si no causara llanto.
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